El escaparate más triste: El escaparate
de esta tienda anuncia que si tienes que celebrar una fiesta a la que no va a acudir
nadie deberías comprar todo lo necesario aquí. Vasos que permanecerán vacíos,
platos que nadie ensuciará y serpentinas que se quedarán en sus paquetes.
En Halloween han colocado un
maniquí cortado por la mitad en medio de un charco de sangre. El tono deprimente
que no funciona el resto del año encaja bien ahora y el local está lleno. Daniel
y yo lo recorremos. El sitio es grande. Al fondo están los disfraces, la mayor
parte con una saludable carga erótica para el que use Halloween como una excusa
tan válida como otra cualquiera para caldear media hora de su vida.
Hay muchos accesorios atrayentes.
Daniel los va cogiendo: ojos de plástico, dedos cortados, heridas que supuran.
Llegamos a la sección de las máscaras. La que le gusta es cara. No tengo que
decírselo. Veo cómo después de probársela mira el precio y la devuelve a su
sitio sin decirme nada.
Le propongo comprar otra más
barata. A mí me gusta, le digo. Pero me dice que no. Supongo que debería
sentirme orgulloso de que esté aprendiendo el valor del dinero. El año pasado
habría insistido en llevarse la cara. Qué maduros. Qué formales. Qué mierda.
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