Lucía sale de su primera clase de gimnasia rítmica. Susana, la responsable, nos ha contado que si el grupo funciona bien, harán algún número en Navidad, si no, lo dejarán para fin de curso. Le pregunto a Lucía qué han hecho porque tengo curiosidad.
-De estatuas – me dice.
Como Lucía no tiene muy desarrollado el concepto de ironía (ni creo que lo tenga), me tomo en serio lo que me dice. Parece algo paradójico pero no lo es : yo fui a una escuela de escritores en la que se empeñaron en enseñarme a leer.
Caminamos muy despacio porque no tenemos prisa. El tiempo corre a distinta velocidad cuando dejas a tu hijo y cuando lo recoges. Ahora parece que la sombra de los objetos tiraran de ellos para evitar que avancen. La mía, por ejemplo, me frena.
-¿A dónde vas? – me dice – No corras. Es lunes, has salido antes del trabajo y vas caminando con tu hija de siete años.
Mi hija de siete años va al lado. Habla poco, pero cuando lo hace es directa, sin ironías :
-Siempre haces algo que estropea las cosas.
No sé en qué estará pensando. Le he preguntado si le gusta la gimnasia rítmica y, sin decir nada, con la mirada me ha respondido que todavía es pronto para saberlo. Camina a mi ritmo, seria. Voy algo más despacio porque la sombra tiene razón : es lunes, he salido antes del trabajo y voy caminando con mi hija de siete años.
Si tuviera dinero, mucho dinero, me aseguraría muchas tardes como ésta.
Las madres esperan a que sus hijos salgan de las actividades extraescolares. Hablan entre sí mientras terminan las clases de judo, de fútbol, de baloncesto o de natación. No es que al colegio le hayan entrado las prisas por preparar a esta generación para los Juegos Olímpicos, es que así se aseguran un dinero que, por lo que cuentan, les están dejando de pagar. Ha aumentado el número de morosos.
Cuando los niños y las niñas van apareciendo, las madres sacan un bocadillo de una bolsa. Yo también tengo uno para Lucía en el coche.
-Dice Susana que tenéis que vestir de negro. Y que tenéis que llevar coleta.
Me mira y, sin decir nada, me pregunta si le voy a dar alguna información que ella ya no sepa. Cualquier otra persona pensaría que está enfadada, pero no es así. Seguimos caminando despacio, disfrutando de una tarde de verano en otoño.
Quedan pocos coches cuando salimos a la calle. Abro el maletero y saco la bolsa de una perfumería en la que tengo el bocadillo. Se lo doy y ella se queda quieta, como una estatua.
-¿De qué es?
-No lo sé.
-¿No lo has hecho tú?
-No. Mamá.
-Me gusta más cuando está cortado en dos.
-Si quieres te lo parto ahora.
-¿Qué hago con el papel?
-Déjalo en la bolsa.
-Ya
-¿De qué es?
-De jamón. Y de eso amarillo.
-¿Mantequilla?
-No, lo otro.
-Tulipán.
-Eso.
-¿Te gusta?
-Me gusta cuando el jamón está más fino.
-Tendría prisa cuando lo cortó.
-Ya, pero me gusta más fino.
-Se lo diré a mamá para la próxima vez.
Arranco el coche. Era lunes, salí pronto del trabajo y fui caminando con mi hija de siete años.
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