Huellas en el
pasillo : Descubro un poco tarde que han cerrado varias calles de Madrid para
celebrar una carrera. Voy buscando alternativas con el coche pero siempre me
encuentro con un municipal y una valla, lo que hace que me sienta como esa
serpiente del juego que va creciendo conforme recorre la pantalla tratando de comerse
los premios que van apareciendo. Una mañana de domingo tan grande y yo atrapado
en un videojuego.
Trato desplegar una compresión
dominical, que es a la corriente lo que el periódico de hoy, con sus
suplementos, al diario. Lo trato con cierta intensidad, pero hay algo que no me
gusta del espectáculo de todos esos atletas corriendo. Necesito cruzarme con el
recorrido varias veces para darme cuenta, por fin, de lo evidente: lo que no me
gusta es que corran. No tengo ninguna queja contra el deporte, ni contra los
municipales ni contra los semáforos, que hoy parecen todos pintados de rojo.
No. El problema de todos esos extras de bebidas energéticas es que,
precisamente, van corriendo. Y correr es profanar la mañana del domingo, que
está hecha para que nuestro paso, más lento, haga las distancias más largas y
nos disuada así de la meta como objetivo final, ofreciendo coartadas aquí y
allá. Que si una mesa en la que sentarse a tomarse un café. Que si un
escaparate en el que, cerrada la tienda, prima lo estético. Que si un paso de
cebra que hay que cruzar pisando las franjas blancas solo con el pie derecho.
Que si una tranquila lectura a los titulares en el quiosco de los periódicos
que nunca compramos. Que si la contemplación de algunas sombras, incluida la nuestra.
Que si un banco en el que sentarse para ir experimentando el punto de vista que
tendremos dentro de veinte años.
Todos esos corredores van manchando
la mañana como el que entra en un pasillo recién pulido con los zapatos llenos
de barro de la semana. Tantas prisas. Si por mí fuera, solo daría la medalla de
oro al que entrara el último en la meta.
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