A veces parece que la relación que hay entre la historia y el lenguaje que se utiliza para expresarla es la misma que existe entre un río y su cauce. Si lo que se cuenta apenas tiene interés, se puede llevar ese pequeño hilo de agua por donde uno quiera para lucirse con las palabras. También, como ocurre con “Educación siberiana”, puede darse la situación contraria, donde uno se encuentra con una historia capaz de desbordarlo todo, apenas sostenida por un estilo que queda en segundo lugar.
“Dentro del habitáculo yacían los otros cuatro cadáveres, desfigurados por las balas. El vehículo había quedado acribillado, de una rueda salía aire porque un fragmento de la carrocería, desprendido por los balazos, había penetrado en el neumático. Había sangre por doquier: salpicaduras, charcos que se dilataban por el suelo en un radio de cinco metros, gotas que caían del coche y, mezcladas con gasolina, formaban regueros que corrían hacia nosotros, a nuestros pies.
Se hizo un silencio absoluto, todos inmóviles mirando lo que había quedado de aquellos seres humanos” (Página 321)
La escena es el final de la misión que unos niños siberianos reciben : vengar la violación de una discapacitada de su grupo. Así es como les educaban, siguiendo las reglas de una comunidad sin la que no eras nadie.
El libro cuenta cómo fue la infancia del autor, Nikolái Lilin, en la ciudad de Blender, en su comunidad de urcas siberianos. Policías, robos, picas, tatuajes, palomas, peleas, santos, imágenes, reglas, autoridades, abuelos, pasteles, tazas de té, noches de pesca en el río, historias de cárceles, pistolas, misiones, asesinatos, compañeros, parques, jerarquía y sangre. Disney, se ve, quedaba muy lejos.
El autor nació en 1980, ayer, así que todo lo que cuenta, que parece de blanco y negro, tiene color. El blanco de la nieve que le recibió al nacer y el rojo de la sangre a la que se acostumbró. Sucede como con esas fotografías en blanco y negro que, al ver la fecha, te muestran que por entonces tú ya vivías, y muy bien, sin saber que había entonces otros mundos. Cuando aquí todos aplaudían al tipo que lanzó la flecha en Barcelona, Nikolái andaba estrenando su primera pistola o aprendiendo cómo funcionaban las cosas en las cárceles para niños.
“Había uno en especial, un poli viejo y asqueroso que, después de pasarse la vida prestando servicio en cárceles de adultos, había estudiado psiquiatría infantil y pedido el traslado a una prisión de menores. Con ser un simple guardia, ostentaba incluso más poder que el director, porque mantenía relaciones con personas dedicadas a un nuevo negocio importado de otros países con la democracia : la producción de películas porno pedófilas” (Página 227)
El libro cuenta cómo se organiza uno la vida para sobrevivir en un mundo así, que es, básicamente, apoyándose en la comunidad y asimilando sus reglas. Puede que ese mundo sea como es por comunidades como ésa, con lo cual uno le está echando madera al fuego que calienta la olla en la que está, pero, dada ya esa situación, lo único que se puede hacer es incrustarse más y más en el grupo y escuchar muchas de esas reglas que se transmiten en las historias de los más ancianos. Porque, aunque sea de mierda, hay un orden.
“Se da la espalda a los llamados “basura”, policías y traidores, gente tan despreciable que no merecen ni una bala . Sin embargo, dársela a un delincuente supone otra cosa : es un mensaje concreto, que comunica que se le priva de la dignidad criminal, se le expulsa de la comunidad” (Página 280)
Un tratado de derecho criminal que se aprende en la práctica. Aquí uno no se prepara unas oposiciones de notario para que papá, también notario, te financie tu piso en la capital y las cenas con tu novia en un restaurante de Serrano. Aquí uno se convierte en el derecho y los artículos por los que te van a machacar la cabeza los puedes leer en la suela de una bota, en la culata de una pistola o en el tatuaje del que tienes delante.
Así es la vida.
Y, con ser interesante el tema, el libro no lo sería si, además, no fuera una exposición de personajes que tratan de seguir viviendo como pueden. Cuando la vida te trata mal, a cambio, como propina, parece dejarte una buena historia y aquí las hay en cada página. En mi barrio vas a darle un recado a alguien y sólo necesitas media página. En este libro, para entregar ese mensaje sales en la página ciento seis y vuelves en la doscientos quince. Unas cien páginas repletas de personas e historias que salen al paso y que piden ser contadas. Ahí están Bosia, la tía Katia, el tío Kostic, Gancho, Boriska, Blanco, Dedos, Gueka, Fima e Iván. Aunque te encerraras a imaginarlas, no lograrías ni acercarte a muchas de las que aquí aparecen : La vida puede ser muy puta y había algunos rusos se encargaban de que aún lo fuera más, pero siempre hay algo que nos obliga a seguir flotando, aunque no sepamos definir exactamente el qué.
Nikolái escribe las historias que puede y tú puedes pensar : Joder con los siberianos y su forma de educar a los niños. Y, entonces, Nikolái, en dos páginas, te hace cambiar de opinión :
“Se decía que en aquella conspiración estaban implicados también policías, que querían debilitar la comunidad delincuente de la ciudad. Habían de conseguirlo cinco años después, cuando enfrentaron a muchos jóvenes criminales contra los viejos y desataron una guerra sumamente sangrienta que fue el principio del fin de nuestra comunidad, la cual de hecho no existe hoy de la forma que existía en tiempos de esta historia” (Página 323)
Que es una forma de decir que si lo de antes te parecía mal, imagínate lo que hay ahora.
Pero el libro se acaba en este punto de transición. A Nikolai le obligan a realizar el servicio militar y lo mandan con un grupo para que se convierta en “saboteador” y reaparezca en Chechenia unos años después. Si se decide a contarlo, ahí estaré yo para escucharle.