A lo Sam Shepard : Aunque el coche
no lo necesita, le ofrezco a Daniel que me acompañe para ir a lavarlo. No tardo
en escuchar su sí viniendo por el pasillo hasta plantarse delante de mí para
ver si voy en serio. Debo resultar convincente porque sin decirle nada se marcha
a ponerse los zapatos.
El chico que me atiende en la
gasolinera tiene el mostrador lleno de merchandising de Ferrari. Parecen los
artículos de una promoción ya caducada, como las camisetas de jugadores que ya
abandonaron el equipo. No hay nadie en la tienda. El silencio, las pocas
palabras del dependiente, la mezcla del olor a gasolina y a pan, el expositor
de los periódicos vacío : se dan bastantes ingredientes para escribir un cuento
a lo Sam Shepard en el que sobramos Daniel y yo.
Me asomo al cristal para ver si soy
capaz de ver las diferencias de precio que hay entre las distintas opciones de
lavado. Creo que hay cuatro o cinco. Los puntos amarillos, como en un panel de
colegio, señalan las características que ofrece cada uno de ellos, mostrando
que un lavado no es solo un lavado. Yo qué sé. Al final elijo la más cara suponiendo
que durará más tiempo.
Al salir de la tienda, pienso que
hay trabajos jodidos. Daniel me comenta que hay muchas chucherías.
Coloco la ficha en la máquina y veo
cómo los rodillos se ponen en marcha y el coche empieza a cubrirse de un agua
jabonosa. Daniel, que está dentro del coche, se acerca a la parte de atrás y,
sonriente, levanta sus dos pulgares.
Al lado de nosotros, en unas
cabinas, hay gente lavando sus coches con mangueras. Parece más barato, pero sé
por experiencia que nunca dejan el coche igual. Recuerdo que mi padre decía que
el dinero del pobre iba dos veces al mercado. Cinco años de económicas y esta
frase es de las pocas leyes que me sigo creyendo.
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