La habitación que no reservaré: Uno de mis
posibles recorridos por Madrid se basa
en aquellos lugares que me gustaría disfrutar. Una pastelería con grandes
palmeras de chocolate junto a la que paso y en la que me digo que tengo que
entrar un día que me despierte sin conciencia. Una librería francesa en la que
ya está disponible lo que llegará traducido en unos meses. Una pastelería, una
librería. Y un restaurante con las paredes blancas y una carta de vinos con la
que puedes dar la vuelta al mundo, una joyería en la que los precios están
escritos en una pequeña etiqueta atada a lo expuesto en un escaparate en el que
el silencio brilla, una charcutería especializada en diferentes tipos de mortadelas,
una tienda en la que las bicicletas parecen pulidas por la velocidad, una
sastrería con los maniquíes listos para acudir a una recepción en La Zarzuela.
Hoy añado el Hotel Atlántico cuando
lo veo elegantemente iluminado por la noche. Me gustaría pasar una noche en una
de sus habitaciones, me digo, aunque sé que no haré nada por cumplir el deseo,
igual que no entraré ni en esa pastelería, ni en la librería, ni en el
restaurante, ni en la joyería, ni en la charcutería, ni en la tienda de bicicletas,
ni en la sastrería por temor a no encontrarme ahí con la experiencia que me
imagino.
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