Hambre y rabia : Lo que sale de la
bolsa da un poco de pena : De algún sitio mandaron una lechuga y lo que nos
llega es una colección de hojas que negaría una tortuga hambrienta. Nosotros
tenemos el nivel de exigencia mucho más bajo que el de una tortuga,
naturalmente, y miramos esas hojas con cierto espíritu crítico y con mucha
hambre. Sobra decir que el hambre puede con el espíritu crítico.
Colocamos las hojas en un cuenco, que
es la traducción pobre del bol, y la cosa mejora un poco. El cuenco es blanco,
fino, y no tiene ese pequeño desconchón que cada día descubrimos en una taza o
en un plato, como si en los cajones hubiera pequeñas rencillas nocturnas. El
cuenco se mantiene al margen porque conserva cierta elegancia en una casa en la
que lo elegante permanece hibernando, esperando que dos niños de siete años reconozcan
su importancia y aprendan a respetarlo.
Las hojas parecen rescatadas. Cojo alguna
pero no noto el pulso. Si tuviéramos gusanos de seda y una caja, las
cambiaríamos de sitio sin dudarlo, pero no tenemos ni uno ni otro y sí mucha
hambre, así que en vez de llamar a las puertas de los vecinos preguntando si
tienen gusanos de seda, observamos el cuenco.
En ese momento el estómago dice :
“qué coño”. El estómago dice : “si el gusano de seda eres tú”. Y tiene razón
porque el estómago es sabio. Algún día, cuando se sepa dónde mirar, se descubrirá
que el estómago tiene neuronas. También hay neuronas en el corazón. Y, seguro,
también hay neuronas ahí y ahí, y ahí abajo. Por eso hay que escuchar al
estómago.
Convertimos el cuenco en marmita y empezamos
a echar todo lo que nos parece bien, teniendo en cuenta que los enanos ya están
en la mesa cenando y que seguimos con hambre, por lo que prácticamente todo lo
que se pueda digerir nos parece bien. Ahí va. Y esto, y esto y esto. Nos embarga
cierto espíritu alquimista y nos sentimos tentados de echar las llaves del
coche, y el móvil, y el marco de una fotografía, y unas monedas sueltas, y los
titulares de la prensa económica, y el mando de la tele, y unos lapiceros de colores,
y un chorro de jabón de manos, y el extracto del banco, y el ticket de
aparcamiento, y nuestro cansancio, y, claro, para darle cierto sabor extra, el
anuncio de Domino´s. Nos lo queremos comer todo : unas cosas por hambre, otras
por rabia.
Terminada la operación nos quedamos mirando
el resultado, con cierta ternura, como asomados a una cuna. Lo que vemos nos
sorprende porque en algún lugar de esa ensalada hay vida. Cómo lo hemos
conseguido es algo que no sabemos, aunque es algo que suele suceder cuando los
enanos están cerca.
Nos sentamos a la mesa intentando que la cena de los cuatros se convierta en algo común.
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