Los parientes de culo rojo : Quince
minutos antes de que cierren el zoo, Daniel y sus dos amigos recuerdan que no
han visto a los mandriles de culo rojo. Suplican. Todo lo que han hecho hasta
ahora no tendrá sentido si no pueden decir que han estado cerca de los
mandriles. Mis piernas gritan que no, pero su promesa, diluida entre risas, es
que después podremos marcharnos. Cedo antes de comprobar en el plano lo que
sospecho: a los mandriles los han mandado al otro punto del zoo.
Cuando llegamos, nos reciben cientos de mandriles en esa especie de anfiteatro de cemento en el que se distribuyen. Parece que con cada animal que comprara el zoo les regalaran cincuenta mandriles. Lo que tenemos delante es un caos que me recuerda a esas exóticas sesiones parlamentarias de algún país lejano en el que todos discuten mientras en algunos grupos se lían a golpes. Los primeros balbuceos de la democracia. O los últimos, según el día que se tenga.
No tardo en descubrir que esa anarquía es contagiosa y que todos los que estamos mirándolos perdemos las formas rápidamente: señalamos, gritamos y lanzamos trozos de comida como si fuéramos pajes de una cabalgata. Todo el respeto que hemos tenido con los animales hasta ahora, todo nuestro trato académico se desvanece aquí. Abro la mochila y empiezo a repartir los restos de los bocadillos de la comida para compartirlos con los primates.
-¡El pollo hay que comérselo! – les grito a los tres amigos.
Y con la boca llena vamos tirando trozos de pan a los mandriles. Vemos cómo con cada uno de ellos se establecen nuevas alianzas, cómo se pelea, como se estimula el ingenio, cómo los más hábiles cuentan con ventaja. Estamos un buen rato pegados al borde. Nos olvidamos de la hora que es, del cansancio. Nos olvidamos hasta de que somos humanos y llega un momento en el que el esfuerzo que los mandriles hacen por parecerse a nosotros se encuentra con el que nosotros hacemos, sin coartarnos, por ser como ellos. Estamos en los dos lados a la vez. Seguimos lanzando comida para ayudarnos a nosotros mismos.
Es posible que éste sea el único sitio del zoo en el que los animales nos esperen para, sentados en sus escalones de cemento, poder observarnos y analizarnos. La idea no debe ser tan extraña cuando ya hay una zona del zoo, donde vivían las cabras, en la que va a levantarse un parque infantil. Para sacarle todo el partido, debería incluirse información que permita aprender más acerca de las crías del Homo sapiens.
Es cierto. No podíamos irnos sin ver a la familia.
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