Crónica con olor a pescado : En el
local griego me sirven el cortado en un pequeño vaso de plástico que depositan
en una bandeja. Dicen : “Ahí tienes las cucharas y el azúcar” y ahí las tienes,
de sobra, y varios tipos de azúcar. Los periódicos (EL Mundo y El País) parecen
recién comprados (tengo la sospecha de que los reemplazan en cuanto cae en
ellos una miga o una gota de café). Los clientes hablan en voz baja, se saludan
por el nombre y cuando alguien se marcha, dos o más voces le despiden. Paso las
hojas como si estuviera estudiando un incunable y leo deprisa porque sé que en
cuanto suenen las nueve campanadas tengo que salir a la calle. Hoy una
entrevista a alguien cabreado que dice que los universitarios no saben nada y
que hay que morirse con la impresión de, al menos, haber entendido algo. Busco
a Jabois, para leer algo sobre el partido de ayer pero no lo encuentro. Insisto
hasta que escucho la primera campanada.
Con la última campanada estoy ya en
la calle con el vaso de café en la mano. Paso junto a una cafetería que tiene
los platos escritos en el cristal y el dibujo de un pulpo. Junto al café se
sirve una pequeña copa con el primer empujón del día. Reconozco entre el grupo de
la barra a uno de los que trabajan en la pescadería: no se ha quitado el
delantal. Normalmente no me habría detenido a mirar, pero veo, doblado en una
mesa, el periódico deportivo con la imagen de Ronaldo en la portada celebrando
sus cinco goles de ayer y ahí me quedo porque hoy me habría gustado entrar a
leérme todo sobre ese récord. Pero cómo, con mi cafecito en la mano, mi
Kindle, mi iPhone, mis dedos solo acostumbrados a apretar teclas. Con estas
manos, me dirían, con estas manos no. Y el periódico ahí para los que llevan
unas horas descargando pescado. Como debe ser.
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