Escucho a María gritar en el salón que Daniel no se ha traído el bañador en la mochila. Le pregunto si lleva su nombre y me grita que sí. Pienso dos cosas. La primera es que menos mal que a alguien se la ha ocurrido fabricar un rotulador que lo que pinta no lo borra el agua. La segunda ya está relacionada con el futuro de Daniel y creo que el razonamiento de María, que avanza por el pasillo camino del cuarto de baño donde están ahora los enanos, es el mismo.
No se puede ser tan despistado. La vida es orden y con lo mal que van a ir las cosas, que Cuéntame se ha convertido en una serie de ciencia-ficción al enseñarnos cómo va a ser el futuro (blanco y negro, dos canales, la familia en un coche pequeño camino de la playa…), las próximas generaciones van a tener que ser muy eficientes.
Como padres, vemos que Lucía, por ejemplo, va a tener pocos problemas. No es que tengamos que protegerla del mundo, es que el mundo, por lo que vamos viendo, va a tener que protegerse de ella. Con Daniel, la cosa es diferente. No sé cómo va a ser su punto de equilibrio con el mundo en sí (qué bien queda este toque de filosofía a lo Heiddeger). Las sillas en sí mismas y esas cosas. A veces pensamos que el mundo se lo va a comer aprovechando despistes en la barrera como elel bañador y que le van a colar bastantes goles. Por resumirlo, que Heiddeger no es lo mío, Lucía nos ha salido del Madrid y Javier sería un buen hincha del Atleti (aunque le queremos, claro, cómo no vamos a quererle).
María avanza por el pasillo preparando su discurso. Como pasamos tan poco tiempo con los enanos, que tenemos que trabajar para el banco y para el Ayuntamiento (gracias de nuevo Gallardón por el IBI), tenemos que aprovechar cualquier momento para educarles. Cualquier tontería sirve para explicarles algo, orientarles o aconsejarles. No es justo para ellos, pero volviendo al fútbol, que es lo mío y no Heiddeger, estamos todo el rato en el banquillo y cuando nos sacan en los últimos minutos tenemos que demostrar todo lo que valemos.
Por lo menos escucho a María gritarme por el pasillo que va a preguntarle si recuerda dónde lo ha dejado. Es la única oportunidad de que este futuro colchonero, Dios no lo quiera, pueda defenderse. Viene en ese momento en el que estoy preparando arroz el instante de esquizofrenia al que uno se acostumbra. Voy con Daniel y también con María, que ya debería haber llegado al baño pero a la que voy retrasando por el pasillo a efectos literarios. Soy el hincha, y dale con el fútbol, que lleva al cuello la bufanda de los dos equipos. Me centro en el arroz.
Voy a aprovechar que María sigue avanzando por el pasillo para daros la receta del arroz. Compráis arroz, un cazo, un grifo del que salga agua, una placa de inducción (que suena a Heiddeger), un poco de sal, una botella de vino, una radio, unas zapatillas, os dais de alta con una compañía eléctrica y una cuchara de madera. Una vez recopilados estos elementos, os ponéis las zapatillas, encendéis la tele y echáis el arroz en el agua del cazo, removiéndolo lentamente mientras escucháis algo en la radio. Ya está. Lo de la botella lo he puesto porque nunca viene mal tener vino en la reserva. Y lo de la sal no sé.
Pero ya llega María al baño. Espero escuchar voces y solo percibo silencio. Muy raro. Sigo removiendo el arroz, yo a lo mío, pensando en el futuro de mi hijo colchonero.
Vuelve entonces María a la cocina en un instante, cosas también de la literatura, con lo que le costó alcanzar el baño, y me dice que todo está aclarado :
-Me olvidé de ponerle el bañador esta mañana en la mochila – me cuenta – Ha estado con otros tres niños mirando cómo nadaban los demás. Uno no se podía meter en el agua porque tenía una escayola y los otros tampoco llevaban bañador.
Por lo visto, se lo ha contado sin echárselo en cara. Podría haber aprovechado también el poco tiempo que pasa con nosotros para representar el papel del niño humillado porque, de pie y desnudo en el vestuario, descubre que no tiene el bañador en la mochila. Un momento que tienen que ser algo molesto. Que tiene que joder, vamos. Un pequeño trauma que podría haber disuelto con una buena reprimenda de Daniel a María, sólida y argumentada, meditada durante todo un día. ¿Qué niño con siete años no habría aprovechado esa clara ventaja emocional?
Daniel, sin embargo, no se lo toma así. Me alegro de que haya reaccionado como el que le hace una llave de yudo al mundo y lo tumba, que también puede ser otra forma de enfrentarse a él. Expone el hecho y deja que sea el mundo, en forma de madre humillada, el que se venga abajo.
Por lo menos respiro aliviado porque puede que, a su manera, de mayor también sea del Madrid.
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