Son las cuatro y media de la mañana y estoy sentado en una parada del autobús, con una interesante mezcla de Ribera y sangre por mis venas, esperando a que pase el N23. En una bolsa tengo un libro de Flann O´Brien, del que esta mañana no sabía que existiera. ¿Cómo he llegado esta situación? ¿Por qué tarda tanto el autobús?
Todo empieza diecinueve horas antes, sentado en una cafería y pidiendo un café.
-Un cortado, por favor.
Educado y de buen parecer, porque hoy, por primera vez en mucho tiempo, llevo corbata. En media hora voy a asistir a un curso de derecho del que sólo entiendo una frase:
-Ahora podemos parar para tomar un café.
El resto es jerga técnica. ¿Millones de años de evolución para acabar haciendo esto? La Naturaleza se esfuerza en convertirnos en personas, partiendo de una piedra, y nosotros se lo agradecemos creando abogados. Pero eso es más tarde.
En la cafetería me traen el cortado y me doy cuenta de que no es un puticlub, como pensaba al ver la decoración desde fuera. No estamos para pagar veinte euros por un cortado por muy bien acompañado que se lo tome uno. Como se trata de la única cafetería a la redonda, muchas personas acuden a desayunar. Parecen buena gente que une el optimismo que provoca una barrita con aceite al de una mañana de viernes. Hay optimismo para dar y tomar.
Empiezo a leer tranquilamente El Mundo, rodeado por ese silencio respetuoso que provoca una corbata. Deben pensar que estoy dedicado a la sección de economía, pero la verdad es que empiezo por los columnistas, que es donde yo encuentro las proteínas. Hoy hay buen nivel y además me encuentro con el premio de una columna de David Gistau. Cortado, Gistau y viernes.
Gistau me hace reír. No me quiero reír porque llevo corbata y la gente puede pensar que tengo una caja de ahorros y que he utilizado su dinero a través de una recapitalización del Banco de España para jubilarme. Me rio en silencio, muy quieto, pero en silencio. Gistau escribe bien y es del Madrid, como yo.
“Ahora, al Atleti lo ve el Real Madrid como a una de esas tribus amazónicas, olvidadas por el progreso, a las que de vez en cuando fotografía una avioneta. Dispara contra el fuselaje con su cerbatana, y habla alrededor de la hoguera de cuando Futre logró reducir cabezas con morrión y barba rubia”
De Gistau paso a Manuel Hidalgo, que hoy escribe de Flann O´Brien, un irlandés que publicaba columnas en un periódico en el que empezó a trabajar después de mandarle cartas poniéndolo a parir. Era funcionario, bebía como un irlandés, y publicaba cartas con seudónimos en distintos periódicos con opiniones no coincidentes. El artículo consigue que sienta curiosidad por un tipo cuyo nombre parece una traducción al irlandés del mío. Me gusta el artículo a pesar de usar la palabra desopilante, que proviene del verbo desopilar : curar la opilación.
Unas horas más tardes, después de haber probado el café de los abogados, que no está mal, llenado el bolsillo con lapiceros del curso para los enanos, encendido y apagado el ordenador, comido un sándwich, recogido a los enanos y llevarlos a cortarse el pelo, de haber guardado la corbata, descolgado un vaquero del tendedero y cogido un metro, estoy con tres amigas en un restaurante.
Las tres amigas comen y, sobre todo, beben. Bebemos dos botellas de Torremilanos del 2008 y cuando nos preguntan por el postre pedimos una tercera. Con compañeras así uno se siente bien. El camarero apunta lo de la tercera botella con una cara que quiere ser de reprobación pero es de envidia. Lo sé porque la he visto en bastantes hombres esta noche, en los de la mesa larga del fondo, por ejemplo, que se giran cuando entramos y me miran diciéndome que yo no estoy a la altura de esas tres mujeres. Qué le vamos a hacer, los cuatro hemos trabajado juntos y hemos compartido la misma mierda, lo que une de una forma especial.
Hablamos del trabajo y de esa sensación de que todo se va deslizando hacia abajo, como los muebles en un barco que se va hundiendo y nosotros con él. El vino está muy bueno y hace que los temas surjan y se vayan enlazando sin problemas. Me gusta que, cada vez que acerco la botella, usen su mano para acercar la copa en vez de para taparla. Así cuaja una noche de viernes.
Charlamos aquí, y en el local de la segunda copa y en el de la tercera, donde sólo ponen música española y se ve a algún cuarentón desorientado cantando una canción de los Nikis. Consultamos el reloj para comprobar si estamos cansados por mayores o por la hora que es y lo que vemos nos anima. Las cuatro y media. Unos taxis con la luz verde brillante se llevan a mis tres amigas a sus casas y yo no sé si coger un taxi o el nocturno.
Para compensar el dinero que me he gastado en el libro del Flann, que me compro en La Casa del Libro que hay cerca del lugar en el que he quedado con mis amigas, decido ir en el N23. Leo unas cuantas columnas mientras espero al autobús. Cuando llega veo que está repleto, como si fueran las diez de la mañana. Es gente joven que vuelve a casa y a la que la noche se le ha hecho corta. Sube una chica preguntando si el autobús pasa por la Plaza de Castilla y varios tíos, después de mirarla de arriba abajo, le responden sin dudarlo que sí. No sé si la chica se sube convencida por la respuesta o por la mirada.
Parada tras parada el autobús se va vaciando haciendo que la hora de dentro del autobús y la de afuera coincidan cuando, a las cinco, me bajo en mi parada con las dos mujeres que quedaban.
Por obra y gracia del vino me descubro declamando los tres significados que la RAE da al verbo opilar. A saber : cerrar el paso; dejar de tener el flujo menstrual y llenarse el estómago de agua. Menos mal que a estas horas los pocos que hay por la calle ya saben sus significados y les da igual. La gente de bien, ajena a palabras como ésta, duerme apaciblemente.
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