Camino de mi puerta en el estadio, me cruzo con cientos de madridistas por la zona del Bernabéu. Entre tanta gente, destaca la camiseta de una colchonera con el siete a la espalda. Nadie le dice nada hasta que uno, con un vaso de cerveza en la mano, le grita :
-¡Mira a la del Forlán! ¡Hija de puta colchonera!
En ese momento me siento orgulloso de pertenecer al Madrid. Puestos a ser grandes, puestos a abarcarlo todo, me alegra descubrir que también tenemos a los hijos de puta más cobardes del panorama futbolístico. Ahí está este tipo, madridista de pro (el alcohol nos ayuda a sacar la esencia de nosotros), mostrando que en la fauna madridista podemos presumir de tipos como él que se meten con quinceañeras rivales. Sí que somos grandes, coño, nos lo merecemos todo.
El partido de hoy parece que tiene un guión escrito año tras año y del que nadie se puede salir y en el estadio hay cierta euforia cansada, como si nos tuviéramos que reír de un chiste que ya nos sabemos : sale un portero y recoge cuatro balones de la red. ¿Cómo se llama la película? Derbi madrileño.
Con esa sonrisa poco convincente ocupo mi sitio, junto a mi hermano, que hoy no trae pipas. En la lista de partidos innegociables que negocié con María, éste tenía la marca verde de los que podía ver. Más que por un tema futbolístico, por razones sentimentales, porque la última foto que tengo con mi padre en el Bernabéu fue de otro derbi de hace cinco años y esta es una cita con el pasado que quiero cumplir, aunque de aquel equipo en el que jugaban Casillas, Míchel Salgado, Roberto Carlos, Iván Helguera, Raúl Bravo, Zidane, Baptista, Guti, Gravesen, Beckham, Cassano, Diogo, Raúl y Robinho, sólo quede el portero : la alineación de un equipo de fútbol es un río en el que no te puedes bañar dos veces, como dijo Heráclito.
Abajo, en el campo, lo de siempre. Parece que al Atleti le hubieran pasado otro texto cuando se atreve a meter el primer gol del partido, pero pronto parece recordar que en las estrellas y en la tercera tabla de Moiséis ya se habla de sus derrotas en el Bernabéu y el portero del Atleti, asustado frente al desafío de ir por delante, avanza tres casillas en el parchís : expulsión, penalti y empate.
Con lo que ya no sabemos, si a partir de ahora, es el Madrid el que gana el partido o el Atleti el que pierde. Ya tienen carnaza los periodistas para los que, hasta ese momento, retransmitir el partido es hablar de cualquier cosa que suceda fuera del estadio.
-¿Qué dicen en la radio?
-Algo del baloncesto – me dice mi hermano.
Empatado el partido, los espectadores volvemos a sentirnos como los dioses que ven, con cierta cariñosa lástima, que algún espontáneo trata de desafiar al destino. Esa confianza en el resultado final te hace sentir seguro, pero la seguridad es hermana del aburrimiento, por lo que, por mucho que nos quejemos, todos, salvo el hijo de puta de la cerveza del principio, recordamos con cierta melancolía ese gol del Atleti. Cuando uno se quita la camiseta, lo que se valora es al que se atreve a seguir su propio camino.
Pero tampoco vamos a ponernos profundos, porque uno se pone la camiseta para ser superficial y el partido está empatado y eso es a lo que vamos. Todo respiramos algo más aliviados y esperamos que las cosas vuelvan a ser como en el pasado, lo que tarda poco en suceder : el Madrid mete goles y el Atleti se lleva tarjetas. El ying y el yang.
-¿Y por qué no traes pipas?
-¿Y por qué no traes bocadillos tú?
Los goles llegan, pero no alimentan. Hay aficionados que, vistos los gritos que sueltan, parecen disfrutar con cualquier plato. Son los que le darían una estrella Michelín al banquete de bodas de su primo en el pueblo, pero yo no me siento especialmente estimulado. Los de blanco hoy, sea por lo que sea, no andan finos, y los pases y las jugadas se les quedan cortos, como si uno pensara en centímetros y el otro en pulgadas. Y por tonterías así más de una sonda espacial se ha pegado un buen golpe contra la superficie de la luna, provocando una pequeña nube de polvo y disolviendo millones de dólares del presupuesto.
Los goles acaban llegando y lo celebramos con una alegría desteñida que tiene algo de farsa. Gritar por un gol a un equipo que tiene un jugador de menos tiene algo de insulto contra tu propio equipo. Lo suyo sería un silencio educado. En fin, y mi hermano sin pipas.
¿Cosas que podría haber hecho en vez de ver este partido? Comenzar con cualquiera de los libros que me esperan o meterme en una tienda de chucherías a comerme unas cuantas pipas con la elegancia del caballo que abreva.
-No puede meter la cabeza y comer. ¿Me oye?
Lo intento, pero es difícil hablan cuando tienes pipas hasta en los oídos. Poco antes de que acabe un partido que lleva terminado muchos minutos le digo a mi hermano que ha llegado el momento de marcharse. Tengo que reconocer que no he sentido la presencia de mi padre, lo que no me sorprende porque siendo ya etéreo e inmortal, y sin sentir el peso de la finitud y bla,bla,bla, debe haber muchas cosas que hacer, que para eso se es inmortal. El tema de la mortalidad tiene sentido cuando uno se gana la vida sentado ocho horas delante de un ordenador.
-Menos mal que esto no es para siempre.
Nos metemos en el metro y hablamos de la crisis, que es lo que realmente importa.
-Los de Huawei se traen a los ingenieros de china en aviones, le tienes mil horas trabajando y revientan los precios del mercado, así que pronto acabaremos todos en el paro.
Muchos goles tiene que meter Ronaldo para hacerte olvidar esto. Parece que en lo que a la economía se refiere, no hay árbitro alguno que haga cumplir las reglas. En todo caso, tenemos a aficionados que con el reglamento del ajedrez tratan de organizar un partido de baseball. El tema es muy serio.
-¿Pero no tienes pipas?
-No.
Me despido de él y me marcho a casa, donde me encuentro a María viendo la televisión. Cambio un momento y en un canal descubro que retransmiten los últimos minutos del Getafe-Barcelona, que van ganando los locales por un gol a cero. Sólo quedan cinco minutos. Vuelvo a mirar el resultado. Vuelvo a escribirlo aquí. Getafe, uno; Barcelona, cero.
Toda la emoción que no ha provocado el partido del Bernabéu la percibo en esos cinco minutos. Me siento en el borde del sofá y noto cómo mi corazón late con más fuerza, como cuando uno está vivo. Los del Barça atacan y los del Getafe defienden, pero parece que ahí tuvieran un guionista diferente, más atrevido.
Me mantengo en un silencio expectante, con el corazón marcando el ritmo cada vez más deprisa. La sangre llega a rincones un tanto abandonados de mi cabeza, esa que va secando el uso continuo del Excel. Trabajar es cauterizar. Fluye la sangre y me descubro gritando, ordenado la defensa, criticando al árbitro y diciéndole a Piqué que su campaña de moda me parece muy elegante. Qué elegante ni qué coña, a él también le grito. Cómo grito. Nunca había disfrutado así últimamente, le estoy siendo infiel a mi escudo, a mi estadio y a mis colores, pero qué le voy a hacer. Getafe, uno; Barcelona, cero.
Y entonces aparece Messi y esquiva a la defensa sin problemas con el balón pegado a la punta. Me gustaría verle salir de un vagón de la línea uno a las ocho de la mañana. Eso sí que es esquivar, Messi. Messi avanza, se prepara y lanza un golpe directo que parece trazado por el destino.
El balón avanza y da en el poste, con elegancia. Qué cosas. Con lo pequeño que es Messi y lo grande que es la portería. Parece que cada jugador del Barça hubiera recibido ese golpe en la cabeza porque apenas tienen tiempo de reaccionar. Soy capaz de sentir el temblor debajo de mis pies, y en mis manos. Mi corazón late con más fuerza, transmitiendo ese ritmo a los vasos de la cocina, que tiemblan, y a los platos, y a las tazas, y a los cuchillos, y a las cucharas, y al bote de arroz, y a la caja de cereales, y a las naranjas de la despensa, y a la bolsa de colines y a las llaves de la entrada.
La intensidad aumenta hasta que el árbitro marca el final del partido. Esa señal hace que todo cese de repente y la casa vuelva a ser más sólida. Pero es un silencio ficticio, como el que provocan los animales antes de que llegue el tsunami.
El tsunami se acerca con fuerza y antes de que rompa, hago dos cosas. La primera es darme cuenta de que, además de nosotros dos, hay alguien más alrededor, que la eternidad sin arrugas debe ser difícil y todos necesitamos emociones. La segunda, darle gracias a Messi por estrellar ese balón en el palo.
Dar gracias a Messi, quién me lo iba a decir.
A nadie le sale todo bien y !siempre!...esperemos que siga la racha..jejeje.
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