Economía
prehistórica : Esta debe ser la retaguardia de la guerra los activos tóxicos.
Tan lejana del campo de batalla que podría pasar por la recepción de un
dentista o el mostrador de una joyería. Tan limpio está todo que no me sorprendería
que de la puerta del fondo saliera un cirujano.
-Vamos a aprovechar que todo está
tan desinfectado para abrir y ver si hay algo que cortar.
El cirujano es una chica que me
saluda como si se hubiera levantando de la cama esperando un encuentro como
éste. Es mentira pero no me importa : también el sabor de los yogures es
artificial y sigo prefiriendo los de coco. Le entrego el impuesto del coche y
el DNI. El plazo termina mañana pero pago hay para que no piensen que lo he
dejado para última hora.
A la chica sólo le lleva unos
segundos teclear algo con una mano, con la despreocupación del que prueba un
piano sin saber tocar. Después, pensando en otras cosas, mete una hoja en la
impresora, que corta una fina loncha de mi cuenta. La impresora es silenciosa,
la chica es silenciosa, todos los folletos están perfectamente ordenados. Así,
es normal que uno no se dé cuenta de que un banco tiene una fuga. Hace falta
tener buen oído y eso escasea, que somos la generación de OT. La chica recoge
la hoja y realiza una firma enérgica que habrían subrayado muy bien unas
cuantas pulseras.
-Ya está – me dice.
Ha sido rápida esta parada en boxes
y se la ve satisfecha de haberme robado tan poco tiempo. Sí que ha sido
eficiente, mucho, pero hay veces en las que no todo es rapidez y que hasta
Fernando Alonso necesita, más que un cambio de ruedas, un rato de charla. No sé
si tampoco es charla lo que yo quiero.
Se trata de que he hecho números,
en una hoja y a lápiz, que es como se hacen las cuentas de verdad sobre las
cosas que importan (esa camarera del domingo en el bar de Burgos, por ejemplo)
y he descubierto que para pagar este impuesto tengo que trabajar dos días. Lo
de trabajar es un resumen de todas las acciones que empiezan a las seis de la
mañana y terminan a las doce. Mucho tiempo.
Así que la esencia del trueque, el origen al que nos empujan los bancos, es
que yo entrego dos días como sacas repletas, con minutos contantes y sonantes,
y ella me tiende tres minutos finos como el papel que envuelve a los bombones.
No me parece justo, pero no soy capaz de exponérselo en ese momento con la
precisión con la que ahora lo escribo, lo que demuestra por qué al escribir se
consigue poner un poco de orden. Un orden inútil y a destiempo, pero orden.
Coloco el DNI en la cartera
tomándome mi tiempo. También, para compensar, pienso en meterme los caramelos
en el bolsillo y en llevarme los folletos y hasta el poster con el anuncio de
unos pisos a muy, muy buen precio, para ponerlo en el salón. Reviso el
documento que me ha dado y leo la letra pequeña de la letra pequeña y hasta me
fijo en su firma, como si fuera en grafólogo experto (no sabría distinguir una
firma de verdad del garabato que se hace para que el boli que encontramos al
fondo del cajón en la casa de verano pinte). Podría, ya puestos, preguntarle
qué quieren decir con lo de inyectar dinero. Antes se prestaba o se regalaba.
¿Por qué se inyecta ahora? ¿Qué quiere decir? ¿Duele?
-Ya está – vuelve a decirme. Suena
exactamente igual que la primera vez, sin una diferencia de matiz en la que se
esconda la prisa o el reproche.
Pienso que tengo que decirle algo,
tengo que. La entrada de la mujer de la limpieza, a la que saluda la chica,
corta por la mitad mi pensamiento. Camina despacio. Se mete en el cuarto en el
que me imaginé al cirujano escondido. Se escucha el ruido del agua llenado un
cubo. En ese momento de distracción, la chica vuelve a su ordenador y yo me
encuentro fuera.
La cara que tengo entonces debe ser
la del troglodita que Daniel dibuja mientras escribo. Este tipo de simbiosis
entre padres e hijos es muy poco frecuente, pero cuando se producen son porque
sí. No hay que darle más vueltas.
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