Grumos : El
cocinero se trae sus propios utensilios y materias primas desde casa : queso, un
caquelón, alcohol, aceite, ajo y tres hogazas de pan, suaves y tiernas como la
propia palabra. Por traerse, se trae a su familia y a él mismo de comensales.
Más que el despliegue, lo que inspira confianza es la perfección con la que
pronuncia la palabra fondue, que le sale cremosa y creíble. Poco podemos esperar
del que diga fondú, fundú o fondí. La receta : se pone la boca para pronunciar
la u y se dice i.
Antes de empezar se detiene a ver la
salida de Fernando Alonso en Montmeló, como si fuera parte del rito, y después
se encierra en la cocina de la que sale de vez en cuando para negar en silencio
con la cabeza.
-El difusor no funciona.
Y se mete. Y vuelve a salir.
-No, no funciona bien.
No se refiere al difusor del coche
de Alonso, sino al adaptador que se utiliza para conseguir que el caquelón,
suizo, se entienda con la vitrocerámica, alemana. Ahí el difusor debía
funcionar como intérprete, pasando el calor que genera una a la base del otro.
Pero algo falla. El queso se deshace pero se queda grumoso. El cocinero se
queda mirando el caquelón con la desconfianza con la que Alonso debe analizar
su motor después de algunas carreras. Lo que ha funcionado varias veces, ahora
no sirve para conseguir sus objetivos.
Yo corto las hogazas en pequeños
trozos. Me gusta cómo se llena todo de migas. Me gusta el ruido que hace el cuchillo
al cortar la corteza y el silencio esponjoso en el que se sumerge después. Me
gusta ver el cuenco de madera llenarse de los trozos de pan. Me gusta, en fin,
esto de hacer de pinche mientras el cocinero se fija atentamente en el caquelón,
como si su mirada fuera capaz de derretir esos pequeños grumos. Le miro y
regreso a las hogazas con la confianza del grumete en su capitán en medio de
una tormenta de queso.
El cocinero observa el caquelón como si
fuera un niño pequeño al que le hubieran explicado todo bien despacio. Tiene
los brazos cruzados y el ceño fruncido del que busca una solución que ya va
llegar tarde. Es entonces cuando, antes de que se caliente, bebemos una copa de
Lolo, el albariño que he elegido por la etiqueta porque también se bebe por los
ojos.
Del Albariño pasamos a un Chardonnay,
un Gramona “Mas Escorpí” que compartimos todos en el salón, con Fernando Alonso
dando vueltas por el circuito. Abrimos, para compartir una de tinto, un Lavia
del 2006. La chica de la tienda de vinos, con buen criterio, señaló con unos
puntos que hizo en cada etiqueta, el orden en el que debían despegar las tres
botellas que compramos el viernes.
Un punto :Lavia 2006
Dos puntos : Rayuelo 2007
Tres puntos :Ziries 2008 (Garnacha)
La chica hablaba de cada vino como si
fuera una planta que requiriera su propio cuidado. Con ese mismo cuidado las
voy abriendo.
El cocinero entra en el salón con el caquelón
humeante y el rostro de Moisés justo después de bajar con las tablas según la
interpretación de Miguel Angel. Los demás, que acudimos rápidamente al reclamo
del olor, no le damos importancia a las quejas del cocinero porque nos vamos
elevando suavemente con el primer vino.
-Tenía que salir hilos de queso al
sacar el pan, dice
-La próxima vez la hago en casa, que
controlo el fuego, dice
Los niños forman el primer anillo
alrededor del caquelón, perdiendo uno de cada dos trozos que meten, apuntando peligrosamente
con las puntas y creando una caótica coreografía de tenedores que los adultos
tenemos que sortear.
Es cierto que el queso tiene grumos,
pero eso importa en un restaurante, no aquí, porque la fondue es la excusa en
esta fiesta en la que todos vamos dando vueltas alrededor del caquelón, mientras
subimos, vaso a vaso, hasta llegar a esa altura precisa en la que se tiene la
perspectiva amplia que permite ver que cada elemento está en su sitio, dándose
significado a sí mismo y a lo que lo rodea.
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