El eje del
universo : En la cafetería del último piso del Corte Inglés, Lucía corta en
pequeños trozos cuadrados la tortita de su merienda. Le han traído sirope de chocolate
(que devolverán a la película americana de la que lo han sacado) y dos cuencos
blancos, uno con pequeñas galletas oreo y el otro con trozos de chocolate.
Para los demás, que tenemos algo de prisa,
es una merienda, pero para ella es un rito. Echa una gota densa de chocolate en
el trozo de la tortita y después, alternativamente, va colocando una oreo o
unos cuantos trozos de chocolate. Una vez listo, se lleva el trozo a la boca y
lo mastica tranquilamente.
No le importa que le digamos que
tenemos cosas que hacer porque su plan es otro. A fuerza de repetir cada paso
más y más despacio, acaba por conseguir que la realidad se frene y que María,
desesperada, se marche con Daniel mientras yo me quedo atento, sumergido en
este proceso.
El sol se detiene. Y los camareros. Y
la mano que iba a terminar de marcar un precio. Así que el eje del universo es
esa tortita, me digo. Vaya. Como todo está quieto, puedo fijarme en los padres
que consultan algo en su móvil mientras sus hijos, todavía de uniforme,
meriendan, en la mano que sostiene la bandeja con varias bebidas, en el hombre
gordo y con barba a lo Orson Welles que estudia la nota, en los platos sucios
que han dejado las tres elegantes treinteañeras de al lado, en la nata ya reseca
de mi café, en el tenedor de Lucía.
Lucía sigue comiendo, ajena a las consecuencias
de sus actos. Un tanto lejana. Además de comer, realiza un ajuste de cuentas
con el círculo de la tortita, sometiéndolo a la rigurosa disección de sus
líneas, reivindicando, o eso me parece, el dominio del razonamiento sobre la inspiración.
A cada trozo le dedica el mismo tiempo y así su tarde obtiene esa prórroga
La tarde obtiene esa prórroga que todos
buscaban sin ser muy conscientes, por eso lo de subirse aquí, como si el tiempo
tuviera también un componente de gravedad que lo pegara al suelo y le
permitiera ciertas excepciones en las alturas. Pero una vez aquí, repetimos los
mismos gestos y las mismas palabras de abajo, así que los elementos básicos se estropean
antes de combinarlos. Pagan la cuenta, dejan los platos sucios y esquivan al
camarero de la bandeja pensando que tal vez la clave esté en otro lugar.
Pero la clave está aquí, en la tortita
que Lucía está a punto de terminarse. Mis quejas se difuminan como la estela de
ese avión en el cielo. La veo comer sabiendo que, sobre todo, debo evitar el
reloj.
Así que lo evito.
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