El reloj de agua
: Una tarde de esta semana alguien se metió en el cuarto de control y poco
después, por cuatro grandes botones blancos de un lateral de la piscina,
comenzó a fluir el agua con fuerza, llegando casi a alcanzar el lado opuesto. Como salía
con una violencia acumulada durante meses pensé que en pocas
horas la piscina estaría llena, pero me asomo esta tarde y veo que el agua
apenas cubre el fondo.
Me gustaría verla ya llena, pero,
después de pensarlo, prefiero que esté así. El agua está transparente y no hay
nada en ella flotando que provoque esa molesta sensación de que hay alguien que
no ha hecho su trabajo, dejando en cualquiera que la mire cierta impresión de desajuste
que no se puede quitar fácilmente.
Prefiero que esté así, que se vaya
llenando lentamente, anunciando centímetro a centímetro la llegada del verano,
de ese momento en el que buscas el bañador del año pasado, lo encuentras en un
cajón junto con unas gafas de nadar en las que entra ya el agua y que pensaste
sustituir por unas nuevas, te lo pones como si no hiciera tanto tiempo desde la
última vez, y, debajo de la cama, sacas una toalla que sigue pareciendo nueva.
El deseo de los cambios repentinos
es un tema puramente infantil : un día el árbol no tiene nada sus pies y al día
siguiente está rodeado de regalos. Tiene que ver con la impaciencia y con la
seguridad de que se está recorriendo el camino de ida y que sólo hay que
esperar para que vayan surgiendo las novedades como sugerentes
señales a uno y otro lado.
Ahora la perspectiva es otra y esos
cambios, en vez de empujarte hacia adelante, marcan capítulos que se cierran
definitivamente. No tienen por qué ser dramáticos : Pasas varios meses poniendo
y quitando pañales, pensando que así va a ser tu vida eternamente y un día,
precisamente uno, precisamente en un momento exacto, pones el último sin saberlo,
pensando en otras cosas, con el cansancio difuminando ese instante como hacen
las gotas sobre una página escrita a mano. Habrías agradecido que alguien te
hubiera dicho que pararas, que ahí iba a terminar una etapa, una voz que te
hubiera obligado a fijarte en la habitación, en la luz, en los olores, en ese
cuerpo pequeño que, impaciente, te pide que le devuelvas a la protección del
pijama. Pero no tenemos educada esa voz y ese momento pasa.
Tal vez por eso ahora agradezco que
los cambios sean graduales. Aprender a percibir las cosas cuando empiezan a
sugerirse y a ir despidiéndose de aquellas que lentamente van alejándose.
No hay comentarios:
Publicar un comentario