Un regalo para Madonna : Como es el día de la madre, cierran Bravo Murillo para celebrar el
día del hijo. Ya sólo hace falta que el padre reciba regalos para que todos estemos
contentos, pero esta mañana nadie se acuerda de mí. A lo mejor por eso estoy un
poco de mal humor. A lo mejor también es porque la Avenida de Asturias está
cerrada por culpa del mercadillo, porque el domingo es el día del mercadillo.
Entre una y otra está Okara, el restaurante al que vamos, y ya no sé por dónde
meterme por el coche. El navegador trata de ayudarme con sus trazos precisos,
pero solo es útil cuando lo usas un día que es un día a secas, no hoy. Si
tuviera una sirena la colocaría encima del techo porque yo llevo a dos madres
en el coche y es su día.
Aparco en una zona verde junto al
mercadillo. Son casi las dos y media y ya están recogiendo los puestos, guardando
las mercancías con más orden del que están expuestas. Marketing de rastrillo,
de monedas, de lona. Por la zona que cruzamos hay puestos de esa ropa que se
vende a sí misma, sin ayuda de un maniquí. Uno tiene expuesta una colección de
camisetas negras con portadas de discos heavy : esa prenda que funciona tan bien en
las películas románticas cuando ella se la pone al día siguiente. Otro, al lado,
muestra una gran cantidad de bragas amontonadas con un cartel escrito a mano :
“Bragas con glamour. 1 euro”
Las bragas parecen cansadas. Recuerdan
a esa fruta que queda en el mercado cuando están a punto de cerrar. El
melocotón que ha pasado por muchas manos. Esa es mi impresión, pero es probable
que a primera hora las bragas expuestas tuvieran todo el glamour que cabe en un
euro y que de esas ya no quede ninguna. Le haría una fotografía a ese cartel,
pero :
: vamos tarde, no sé si debería pedir permiso,
no sé si la foto saldría bien, no sé si le haría mucha gracia al dueño, que
lleva con las manos el ritmo de una canción que canta con alguien enfrente, no
sé si es mejor convencerse de que tampoco es tan buena idea, no sé…
Dejo la foto sin hacer. También podría
haber comprado alguna por ese instinto con el que echas unos cuantos botes de
especias al carro de la compra, por si surge en alguna receta. Aunque es cierto
que muchas veces es la propia especia la que crea el plato.
Tampoco me decido porque he tomado la decisión de no
volver a comprar ningún regalo con Daniel y Lucía al lado porque están en una fase en la
que traducen las palabras a monedas para saber cuánto pesan, su contundencia
como argumento. Traducen sus canciones al inglés, sus miedos en dibujos, sus
bloqueos en enfados. Se pasan el día traduciendo. Valorarlo todo en euros
permite que toda la realidad esté conectada y que puedan compararlo todo,
descubriendo que, a veces, lo pequeño y frágil gana a lo grande y rotundo. Y
después de comparar, como un paso lógico, se imaginan comprándolo todo, adivinando
qué deberían poner encima de la mesa para que el mundo sea, sin más problema
que el de la cantidad, suyo. Daniel se aprende el precio del regalo de María y se lo dice cuando se lo entrego. Lucía hace lo mismo con el de mi madre.
Debería enfadarme porque si está
feo dejarse una etiqueta en un regalo, más feo aún es que tu hijo haga de
etiqueta. Si lo sé, no lo envuelvo. Si lo sé, me digo, entrego el catálogo con
la esquina doblada y el dinero unido con una grapa. Pero a las madres y a las
abuelas cosas así las hacen reír y no les importa porque, en el fondo, les hace
más ilusión esa etiqueta de siete años que el propio regalo. Es una vieja
alianza entre madres, abuelas y niños. Mi enfado pretende ser tenso y rugoso,
pero se queda en esa bufanda que te cuelgas del cuello por un tema estético,
que afuera hace sol y florecen los escotes.
Este año eran buenos regalos. Y no es fácil
regalarle algo a tu madre cuando lo que quiere es lo contrario, que te lleves
de su casa libros que siguen ahí. Sigo con mis prisas y mi leve enfado camino
del restaurante dirigiendo la expedición con una urgencia que nadie comparte
conmigo. Veo un cartel de Madonna y pienso que ser la hija de Madonna y tener
que regalarle algo sí que es complicado. La comparación me relaja, que triste es
la naturaleza humana, sobre todo la mía.
Ya relajado, descubro que el restaurante
estaba más cerca de lo que pensaba y que el reloj de la entrada marca las dos y
media en punto, como si hoy, con una elegante cortesía, lo hubieran retrasado
unos cuantos minutos. La comida empieza bien y termina mejor.
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