Escanciar la luz : El último día en uno
de mis trabajos, una compañera me regaló un prisma de cristal para que me diera
suerte. Suerte, en general. Se lo agradecí, poco convencido de sus capacidades,
pero no lo oculté en un cajón porque lo que sí temía es que si lo hacía pudiera
provocar la mala suerte. Le encontré un sitio junto a los libros en español.
Y ahí ha estado. Si cojo un libro
de Gándara, o de Tizón, de Oscar Esquivias o de Sánchez-Andrade, o de Félix
Romeo, o de Montero Glez, lo aparto y después lo dejo donde estaba. Lo mismo
cuando devuelvo el libro a su sitio. Nada especial. Y aunque mucha suerte no he
tenido, sí puedo decir que las desgracias se han mantenido lejos, lo que,
quizás, sea aún mejor.
Esa tranquila existencia de objeto
casi invisible cambia cuando Daniel se acuerda de él después de estudiar un
tema sobre los objetos y la luz. Transparentes. Translúcidos. Opacos. Desde la
puerta escuché cómo recitaba las definiciones con esa precisión optimista que
solo existe en los libros de texto. Esa fe en que cada palabra tiene una
definición precisa que la sigue, como la cola a una cometa. Y hoy ha ido al
estante y lo ha cogido.
No le ha costado que le dé permiso
para sacarlo a la calle y jugar con el sol. Es la mañana perfecta para hacerlo.
Los adultos apenas se fijan en cómo sus cervezas, sobre una mesa en la acera,
atrapan la luz. Daniel va acercando y alejando el prisma del suelo para dar con
el punto exacto en el que la luz se rompa en los colores que aparecían en el
libro de texto. Levanta el brazo como si fuera a escanciar la luz, que cae,
como un punto colorido, en la mano izquierda de su sombra.
Lo veo desde lejos. El prisma no
sirve para atraer la suerte, sino para ayudarme a reconocerla cuando la
tengo delante.
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