Tres rondas por el chino : Lucía
recorre el pasillo de la tienda de los chinos buscando unos rotuladores como lo que
ya tienen sus amigas para tatuarse. Ellas se los han comprado en los chinos de
sus barrios, así que no debería ser difícil encontrarlos en éste, pero no damos
con ellos.
La primera ronda es festiva,
despreocupada. Caminar por los pasillos de un chino es parecido a ver las
respuestas a los pasatiempos en la página final del periódico: está todo lo que
puedes necesitar. Si no lo ves, quizás debas replantearte si se trata de un
capricho, o si has leído mal la pregunta del crucigrama que tienes en la
cabeza.
La segunda búsqueda ya es más
meticulosa. Como farmacéuticos que leyeran cada caja en el almacén para dar con
la medicina que buscan. Interrogamos a cada objeto. A algunos, entre los que
debería encontrarse lo que buscamos, varias veces. Se nos va el tiempo en un
ejercicio que nos deja en el punto de partida, algo sorprendidos.
En la tercera serie ya hemos
perdido la paciencia y la seguridad. Nos movemos nerviosos de una planta del
garaje a otra, con ese miedo que provoca ver una plaza vacía ahí donde debería
estar el coche. Pensamos que ahora serán los nervios, abandonadas ya la confianza
y la racionalidad, los que mejor sabrán guiarnos. Y al poco de elegir esta
estrategia, Lucía, al cruzarse conmigo en uno de los pasillos, me anuncia que
ha dado con lo que perseguíamos, que estaba en la zona de cuidado personal.
En la caja, mientras esperamos,
pienso que, cuando entramos en la tienda, esos rotuladores no estaban. Pienso
que los han colocado mientras los buscábamos, que detrás de esta aparente
tranquilidad hay una maquinaria que no deja de moverse, de adaptarse, de
anticiparse. Justo lo contrario de nuestra realidad, debajo de cuya agitación
de titulares, no pasa nada, absolutamente nada. Si acaso, el diseño de un
tatuaje en el talón de una niña de diez años.
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