Unos días más de lozanía : Apenas
traspasada la entrada de la floristería, me encuentro en otro país, envuelto
por una mezcla de olores pegajosos que reclaman más espacio para recuperar la
sutileza de las flores de las que provienen. La respiración se vuelve un poco
densa: el aire es cálido y pesado, como el de esa sala del zoológico en la que
vuelan distintas clases de mariposas.
La tienda acaba de abrir y las
dependientas no dejan de sacar de un almacén flores en pequeños carros que van
colocando en los huecos que quedan. Se mueven con la alegría que da el saber
que todo ese esfuerzo va a merecer la pena. Es el día de la madre y a todos los
hombres que entremos nos llevarán con sus consejos hacia las plantas que
quieran vendernos. Ese poder, se nota, también las hace sonreír.
Dejo que me aconsejen con el color
de unas orquídeas y dan el visto bueno a mi elección de unas rosas blancas. La
chica que me atiende extiende un papel sobre el mostrador y dispone sobre él
las rosas. Mientras va añadiendo ciertos complementos para obtener el ramo que
tiene en la cabeza, y del que no me ha dejado opinar, recupera una conversación
con otra compañera. Es su forma de decirme que hoy es un día en el que los
hombres solo somos mensajeros y que debemos aceptar nuestro papel de oyentes.
El ramo es bonito. Parece que
hubiera pensado en el que a ella le gustaría recibir. Lo ata en la base con una
cinta roja que aprieta con un nudo enérgico. Solo entonces me enseña un pequeño
sobre y me dice que eche un poco al agua cada vez que se la cambie para que las
flores aguanten más. Lo vuelve a repetir. Me mira a los ojos mientras me lo da
para advertirme de que no debo perderlo.
Me guardo el sobre el en bolsillo. Tengo
ganas de entregar las flores, pero lo
que ahora me hace más ilusión es completar la entrega con el sobre. Como si
éste fuera el verdadero regalo.
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