Hay que echarle huevos : Dice Martin
Lindstrom, uno de los gurús del neuromarketing, esa ciencia que, analizando el
cerebro, te explica por qué tus inclinaciones al comprar giran a la derecha o a
la izquierda cuando tú te veías como una flecha recta, que si vas a la compra
con niños, gastas un 30% más. Lo que no sé es si ese 30% se duplica si vas con
mellizos porque los caprichos llegan de dos en dos, riéndose, sabiendo que les
voy a decir que dos no, que devuelvan una de las cajas de huevos kinder, con lo
que una se queda en el carro y la otra regresa a la estantería.
Dice Martin Lindstrom que los niños
saben explotar nuestro sentimiento de culpabilidad por no pasar con ellos todo
el tiempo que nos gustaría y que accedemos a sus caprichos para calmar esa
culpa. No, la culpa, no, Martin, se accede para acabar con el asedio continuo. Ojalá
esa culpa desapareciera comprando dos huevos kínder. Si fuera tan sencillo.
En todo caso, si hoy accedo a los
huevos kínder es por un tema de salud, de higiene, como el que devuelve a su
posición vertical los libros de la estantería que se han vencido, inclinados
unos sobre otros por el peso de una penitencia impuesta. Se los van a comer ellos pero me los compro para mí, porque
el resto de la lista es una sucesión de cosas necesarias que me limito a echar
en el carro como si fueran las indicaciones de esa receta que escriben desde
Berlín.
Los mellizos juegan a perderse y a
encontrarme entre pasillos de gente con carritos. Les digo que me busquen un
artículo aburrido, “Piña pelada N.” y ellos salen corriendo a ver quién es el
primero que la encuentra. Es posible que me gaste un 30% más en la compra, pero
también es un 30% más divertida, un 30% más lenta (hay que tener paciencia
mientras intentan hacer el nudo en la bolsa de plástico de las naranjas), un
30% más arriesgada (cuando insisten en empujar el carrito por una zona sin
espacio y repleta de frágiles tobillos), un 30% más anárquica (paso varias
veces por el mismo sitio buscándoles) o un 30% más razonada (no vale el porque
no para que se convenzan de que eso no entra en el carro).
-Aquí está la piña – me dice Daniel
– Pero me ha dejado las manos pringosas.
La compra también es un 30% más
sucia cuando veo cómo, para que no se le peguen las manos, Daniel se pasa la
lengua por la palma. Mi cara debe ser un 30% más expresiva porque él deja de
lamerse un 30% antes de lo que lo haría si le hubiese hablado. Noto un 30% más
de pena en su cara por lo que ha hecho. Tal vez, incluso, un 30% más de
arrepentimiento que, espero, convierta este triste acontecimiento en un hecho
un 30% más pedagógico para el futuro.
Ya en la caja, cada uno guarda los
artículos que le gustan en su bolsa, dejándome sólo con una para meter en ella
el resto de la compra. Me miran como si la división del trabajo fuera
perfectamente justa. Ese estrés normal que se experimenta al ver cómo se
acumulan los artículos que la cajera pasa rápidamente por el control es en
este momento un 30% más alto.
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