Pequeñas burbujas : Me levanto como
si hubiera perdido algo de consistencia. Tardo un segundo en situarme : aunque
no recuerdo nada de lo que he soñado, es posible que haya analizado el gol de Robben
desde todos los puntos de vista, como un vigilante frente a las cámaras,
buscando una en la que Casillas sí llega a pararlo y hoy todo es diferente y
Munich está al lado de Alcobendas.
Según mis conocimientos de la
teoría cuántica (un tanto aproximados, pues el programa de Punset sobre el tema
estaba a punto de acabar), en una realidad Casillas sí que para el penalti de
Robben. Me pregunto, en la ducha, por qué no estoy en esa realidad. Si supiera
cómo, realizaría ejercicios cuánticos para dejar este nivel y pasar a otro. No
sé si basta con darse una ducha fría, cerrar los ojos y pedirlo con fervor, por
favor, por favor. Aprieto los párpados con fuerza y trato de visualizarlo
lentamente, en alta definición, con las briznas del césped saltando muy, muy
despacio, y Casillas alargando un poco más el guante, en el que se pueden ver
todos los detalles.
Tengo una buena imaginación
digital, pero no es suficiente. Me caliento el café. En la radio, a las siete,
abren el programa con el sonido de un muro viniéndose abajo.
-El balón de Sergio Ramos, que ya
ha vuelto.
Si existen esas realidades
paralelas, están bien alejadas, como los áticos de doscientos metros cuadrados,
los restaurantes con carta de botellas de agua o las fiestas en las que un tipo
de chaqueta blanca te corta unos trozos de jamón serrano elegantes y poderosos
como billetes de quinientos euros sin estrenar. Parecen que están pegadas a ti,
pero así logran, curiosamente, engañarte con la verdadera distancia, que puede
estar, en términos monetarios, a dos o tres vidas de nóminas e intereses de la
cuenta ahorro de tu banco favorito.
Salgo de casa pronto. El mundo avanza
alrededor del sol a unos mil ochocientos kilómetros por minuto, pero mi coche
sigue en el mismo sitio. Me fijo que la rueda de atrás está desinflada. Primero
me enfado. Después me conmueve la forma que tiene el coche de decirme que sabe
lo que siento. Bien, coche, bien, le digo, dándole unas palmadas en el capó.
Lo suyo se soluciona fácilmente con
una parada en la gasolinera. Conecto el tubo de aire y presiono el botón con el
más con ganas. La rueda queda dura y bien formada, como uno de esos quesos
suizos en los que puedes construirte un refugio dentro. Lo mío no tiene arreglo
tan fácilmente. Se trata, simplemente, de tener todo el día ocupado, y pasarlo
hablando, trabajando, tratando así de
eliminar cualquier momento de silencio para no verme sorprendido por el sonido
del aire al salir.
Algo leve. Así. Si la cosa no se
soluciona, esta tarde, pienso, me meteré en la bañera y trataré de ver por las
pequeñas burbujas dónde tengo el pinchazo.
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