Salsa para los espaguetis : Hace una mañana
soleada que se diferencia de otras mañanas soleadas por el hecho de que el sol
que entra por las ventanas pesa : en la balanza que uno lleva dentro, el
platillo de lo positivo, un tanto indeciso durante el resto de la semana, se
hunde hoy sin matices.
Es un buen día para ir de visita al
cementerio con los niños. El lugar, con un césped bien cuidado, al aire libre y
sin edificios que lo rodeen pierde parte de su pesimismo y, más que en la
última estación, te parece estar en mitad de la línea. Se está tan bien que, de
no ser por ese sol que pesa, me sentiría algo culpable.
Los mellizos se toman lo del cambio de
flores de la tumba de mi padre como un juego. Mi madre ha comprado varios ramos
artificiales en los chinos y me los va pasando para que separe las flores con
unos alicates. Como la empresa de mi padre estaba adscrita al gremio de la
metalurgia, me parece una elección apropiada. Quitamos las flores antiguas, ya
sin color, y vamos colocando las nuevas con una combinación que queda muy bien.
Los mellizos clavan cada flor con placer, contentos de no tener que esperar a
que la semilla, a que el agua, a que el sol, para que, ahí está, tengamos un
heterogéneo ramo genuinamente falso que provoca un optimismo y una alegría
genuinamente verdaderos.
Daniel junta sus manos para rezar y,
como admite, no sabe rezar, le cuenta a mi padre un chiste en silencio. Lucía
se fija en todo : es probable que una noche que se aburra coja su diario y se
dedique a escribir todos los mensajes escritos en las lápidas. Mi madre
reconoce que ya viene llorada de casa, así que le quita cualquier toque solemne
a este sexto aniversario de la muerte de mi padre. La fecha de la lápida siempre
será esa marca en la radiografía que señala el lugar en el que algo se rompió y
después volvió a soldarse.
Pero para honrar el recuerdo de mi
padre hay que hacer un recorrido que empieza aquí y continúa en una mesa bien
servida con unas copas de cristal fino llenas de vino. Ahí es donde notamos que
falta porque una botella de vino se nos queda corta y dos nos parece excesivo.
Es como una partida de mus con una silla vacía, que hace que todas las manos
estén cojas. Equilibramos la situación pidiendo una botella pequeña que el camarero,
chino, abre como si dentro sólo hubiera vino, pero no vamos a explicarle toda
la historia.
Sigue haciendo un gran día, de los que
de permiten obtener un gran plato con ingredientes básicos. El vino, el plato
que pasa de mano en mano mientras nos servimos, el sol que da en la cara, las
fotografías que se hacen porque sí, la charla intrascendente que se eleva como
el vapor de un buen guiso, los mellizos comiendo con ganas y ese orden relajante
de los objetos listos en las mesas no ocupadas.
El chiste empieza con dos espaguetis
charlando.
El último punto de este recorrido es el
Bernabéu, claro, unas horas más tarde. Aquí también hay césped, pero hoy no hay
suerte y no huele. Tal vez es que llegamos demasiado justos y ese olor ya se lo
han repartido los demás, dejando cierto aroma a trinchera, a barro y a
desesperación.
Acostumbrados a las últimas jornadas,
con los jugadores corriendo por el césped cantando temas de “Sonrisas y lágrimas”,
nos desorienta el aroma y ese silencio de desafío, manos sobre culatas y
sombreros que ocultan. Ese silencio está por debajo de los cánticos y los
gritos de ánimos y los insultos, que se lanzan, densos, con la intención de que
alcancen a la escupidera. Ese silencio es ya una señal de lo que nos espera.
Por mucho y muy rápido que dispares, nunca vas a tumbar un saco de arena.
Mi padre solía ver los partidos en
silencio y escuchando la radio. Ahora soy yo el que apenas dice nada y mi
hermano el que se pone los cascos. Me gustaría que el día terminara con una victoria
del Madrid para cerrar un día perfecto, pero esto pasa cuando uno, en vez de
cerebro, tiene un marcador en la cabeza. Basta con que ponga en marcha un poco
la cabeza, que arranca a tirones, como esos motores de lancha a los que hay que
tirar de la cuerda varias veces, para que recuerde por qué, en el fondo, ya
sabía que este partido iba a terminar empate. Mi abuela era valenciana.
Así que ni ganadores ni perdedores
sobre el campo, aunque es posible que alguna bala pedida haya hecho añicos la
vitrina en la que pensábamos guardar el trofeo de este año.
El chiste empieza con dos espaguetis
charlando. Uno le dice al otro : Mi cuerpo pide salsa.
Y en esa respuesta, como en la lámpara
de un genio, se guarda todo este día.
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