Un lento brochazo
: La gente que acude al gimnasio por la tarde va más tranquila. Entre ejercicio
y ejercicio, sin demasiada prisa, se dedica a charlar. Todas las máquinas están
ocupadas y haces el ejercicio que puedes, no el que quieres. En el cristal nos
reflejamos todos los que, en bicicletas o en cinta, nos esforzamos en sudar.
Cuando abren, a las siete de la
mañana, todo es más preciso. Se presta más atención a los relojes que van marchando
el tiempo que queda para ducharse, poderse la camisa, la corbata y salir al
trabajo con esa distancia de ventaja que te da el haber hecho algo de ejercicio
y que vas a mantener todo el día.
En cualquier caso, siempre me llama
la atención todo ese esfuerzo que no se traduce en movimiento. Se corre para
estar en el mismo sitio. Se levantan pesas que acaban en la posición inicial.
Es una aparente pérdida de energía que no busca su utilidad, sino sólo
perderse, gastarse, agotarse. Aunque nos decimos que la rutina nos agota, basta
pasarse por un gimnasio para darse cuenta de que no se trata de un tema de
energía : nos sobra. Es otro tipo de agotamiento, quizás el que surge de esa
sensación de tener tanta capacidad para producir tan poco, del que esa cinta
sobre la que se corre es un símbolo. Sudamos para no empezar a gritar.
Hoy voy por la tarde y cuando salgo
empieza a llover. El cielo se oscurece y la luz que sale de la piscina adquiere
una presencia que me obliga a pararme y a mirar a pesar de que me esté mojando.
No me importa. Ahí el esfuerzo se convierte en movimiento. Van de un lado a
otro en cada calle con la tranquilidad del que da un lento brochazo por la pared,
una capa, y, encima, otra. Son el cursor que va recorriendo la línea,
cubriéndola de letras. Se llena un renglón y se recorre la calle para empezar
de nuevo.
Me quedo mirando hasta que recuerdo
exactamente el olor del cloro.
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