Saliva de novia : A veces falta un
poco de imaginación para traducir una gran celebración a hechos cotidianos,
personales y, en el fondo, irrelevantes para el mundo. Podría convertirse, por
ejemplo, la muerte de Shakespeare y Cervantes en una pequeña lista de dos
entradas: el último libro comprado y el que estuviera leyendo en esa fecha.
Pero parece que con calcular los años que ya han pasado desde que Shakespeare y
Cervantes se cortaron la coleta literaria es suficiente para que gastes y compres.
Todo se recude a comprar, celebres lo que celebres, que hasta nos han
convencido de que con algunas compras ahorras.
Habría sido un buen rito que me
permitiría saber por dónde andaban mis preferencias cada año. Habría sido,
insisto, porque nunca lo he hecho.
Ahora, con cuarenta y dos años
distribuidos de manera poco uniforme por mi cuerpo, la pregunta es ¿para qué?.
Pero empieza a ser tan normal hacerse esta pregunta ante un número mayor de
actividades que, o se rebela uno o se abandona al sofá y a las series,
encadenando temporada tras temporada hasta que te llega a ti la última. En el
fondo, nuestro cerebro, no sabe qué hacer con tantos años por delante.
Así que hago el ejercicio. Aquí va
la lista de dos elementos. Aquí estoy ahora.
Último libro comprado : “La
habitación amarilla”.
Compro este libro en “La buena
vida”, una librería de Madrid en la que ahora exponen todas las obras de Bartleby Editoresl. Me gusta el local porque huele a libro y a café al entrar, lo que me
parece uno de los mejores maridajes que hay y me recuerda a Londres, aunque
esta tienda no esté en Oxford, sino cerca de Opera. El libro está próximo a
“Todos nosotros”, de Carver, lo que me parece una buena señal.
Me pido un cortado (2,20 euros.
Ufff) y empiezo a leer el libro de Suñén ahí mismo, sentado en una mesa, con una pareja de
argentinos al lado y un gran retrato de Salinger, amenazando con un puño
cerrado, detrás. Es como picar de la barra de pan antes de llegar a casa con
ella.
La poesía de Suñén me queda todavía
grande. Me doy cuenta de que mi esfuerzo no alcanza sus poemas. Leer a Emily
Dickinson ("El viento comenzó a mecer la hierba", Nórdica Libros), como hacía una hora antes, en “Tipos infames” es como levantar pesas
sin resistencia. Su uso del idioma es el tuyo, por lo que la lectura es una
charla entre iguales con una verja de madera entre ambos.
"Estar vivo es tener poder
La existencia, por sí misma,
sin más aditamentos,
es suficiente poderío"
Con Suñén es distinto
: él está en un punto al que tienes que acercarte.
Esa aproximación no es sólo
literaria, sino, básicamente, personal. Es necesario haber leído bastante, y
haber pensado y haberse hecho muchas preguntas y haber madurado y haber crecido
para acercarte a un libro así. Se le podría reprochar el esfuerzo que tiene que
hacer el lector, pero es que el que te tiende la mano desde la orilla no puede
hacer más que ofrecértela para que se la cojas.
A cambio, Suñén te presenta un uso
del lenguaje que es capaz de modificar la experiencia haciendo que adquiera
sentido y valor. Tendemos a ver el lenguaje como algo neutral que sirve para
transportar la realidad como la bandeja en la que van las manzanas, pero la
buena literatura sugiere que el lenguaje es capaz de transformar esas manzanas.
De alguna manera, cada acto parece llevar pegada su narración y en el cerebro
se produce la mezcla de esos dos elementos para producir la experiencia de la
realidad. El sabor de la manzana es el mismo, pero su forma de experimentarla
ya es diferente si, por ejemplo, un dios nos ha prohibido morderla.
Esa intuición está presente en cada
poema de Suñén, donde el hecho que se presenta como excusa es mínimo, sin
importancia. A partir de ahí el lenguaje se extiende para que, con él, se
despliegue la realidad con su densidad, sus matices, su significado. El
resultado es cierta euforia ante las posibilidades de lo que se presenta que se
ve limitada por mi incapacidad por llegar al fondo de cada propuesta.
Cuestión de tiempo.
Pero tampoco es una lectura del
todo o nada, porque sí es posible regresar con algo valioso en los bolsillos:
"...Casi
un olor a saliva de novia..."
Cuestión de tiempo.
Libro actualmente leyendo : “Sobre
el dibujo” , de Berger.
Cuarenta y dos años distribuidos de
manera poco uniforme por mi cuerpo, decía, y si alguno de mis hijos me
preguntara por qué pinta un pintor no sabría responderle. Mal han ido las cosas
si uno no sabe qué decir ante una pregunta tan básica.
No recuerdo a ningún profesor de
arte o de literatura que hubiera tratado de responder a esa pregunta. O todos
la daban por evidente o no querían hablar de lo que no sabían. En cualquier
caso, el tema nunca se planteaba y, en su lugar, se exponían listas de
pintores, de cuadros, de un ismo siguiendo a otro ismo y de raídas
interpretaciones. Si había un cuadro era porque alguien había querido pintarlo.
¿Para qué más?
Ahora, con cierta distancia, me
parece algo tan inexplicable como publicar un libro con una falta de ortografía
en la portada. ¿Cómo tomarse en serio el resto de la clase si no se empezaba
por el principio? Pues así hemos alimentado a nuestro cerebro.
En “Sobre el dibujo”, Berger se
atreve a proponer hipótesis sobre qué animaba a Van Gogh o a Wetter a pintar.
Esa explicación me parece más valiosa que cualquier tratado de historia del
arte. Se trata de acallar todo los murmullos de las exposiciones, de los
comisarios, de los expertos, de los profesores de universidad o de los críticos
para guardar un momento de silencio en
el que aproximarse al instante en el que Van Gogh o Wetter se deciden a pintar
un cuadro en especial. Para entender para qué sirve el arte, qué es el arte o
para valorar el acierto de una obra es necesario esta acercamiento, ese segundo
en el que de la corriente nace un afluente.
Berger trata de acercarse al
origen, hable de lo que hable. Siempre tengo esa sensación, sea una novela o un
ensayo. Le leo no sólo por una cuestión cultural o de placer, sino, tal como se
presenta la realidad, de necesidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario