La evolución de la grada : La invitación es
solo para niños. Se les cita en un campo de fútbol para celebrar un cumpleaños.
-¿Ninguna niña?
-No – dice Daniel.
El concepto de cuotas no ha llegado
a este tipo de cumpleaños. Quizás por eso esta invitación sea un poco ilegal,
en plan infantil, como esos billetes de mentira que imitan a los de verdad : de
caerte una sanción, sería también de mentira, con la apariencia de verdad, como
cuando en Argentina te dicen “Te vendo YPF”, que luego es que no, que habían
cruzado los dedos mientras firmaban. Cosas de niños, che, y a ver si la próxima
vez los presidentes miran a todos los lados, como el portero cuando está a
punto de sacar, para que no surja Kirchner de detrás de una portería y te
cuente que ahora Repsol se dice Sinopec.
No percibo ningún matiz en la
respuesta de Daniel, como si eso fuera lo más normal del mundo. Cuando tienes
una hermana melliza que va perfeccionando día a día el arte de la presión
psicológica, entiendo que para él una tarde en un campo de fútbol, alejado de
las niñas, sea un buen plan. El plan, sí además puedes ponerte la camiseta de
la selección.
Programa : Arena en la boca,
arañazos en las rodillas, pelotazos en la espalda, vasos de plásticos caídos
con restos de Fanta, sándwiches sin el relleno, gusanitos en los bolsillos, indicaciones
mientras se sigue al balón, equipos que cambian de jugadores según sopla el
viento, porterías sin red, unas cuantas camisetas de Ronaldo, alguno, por
joder, con la de Messi, piedrecitas en las botas, marcadores inexactos,
insultos (risas), una pelota que huye, sí, que huye, goles que se celebran como
el último de “Evasión o victoria”, relleno sin sándwich, saques de banda
lánguidos, ataques en la portería contraria, un poco de frío cuando la nube se
queda quieta, botellas de plástico que se comparten al principio, se esconden a
mitad de juego y por las que se pelea al final, escozor en la garganta de tanto
gritar, charlas improvisadas en cualquier parte del campo, sin prestarle mucha atención
al balón, que pasa al lado, barreras bien formadas con todas las manos
protegiéndose, un par de jugadores que van sobrados, un padre que hace de
árbitro para darle a todo cierto aire oficial, una madre que piensa que algunas
camisetas no deberían ya ni lavarse, una bota que surca el cielo, empujada por
las risas de todos, uno que mide, con paso militar y rigor matemático, los
pasos hasta la barrera, otro que se protege del sol con la mano con el gesto
profesional que te permite mirar más lejos, el sonido de un silbato que se ha
quedado sin autoridad a los pocos minutos, abrazos en grupo, jugadores que
vuelven a su campo con las manos en la cintura y la mirada en el suelo,
demostrando así a los demás lo poco satisfechos que están con el juego que han desplegado, tacos compactos como el balón para demostrar que se tienen ya ocho
años y que ya se ha llegado, por fin, a la tabla del diez, aunque sepan que el
campo todavía es demasiado grande para ellos y que no son capaces de llenarlo, lentas
deserciones hacia la mesa de la merienda donde las madres, hayas hecho lo que
hayas hecho, te reconfortan y alaban tu fútbol, chorretones de sudor sucio por
la cara, regates sorprendentes y padres que no dejan de hacer fotos como si
este fuera el último partido en el mundo, lo que en cierta forma es verdad,
aunque no se sepa exactamente dónde está el detalle y se trate de abarcar todo,
fracasando antes de tiempo.
El proceso, de todas formas, es
lógico. Ahora meten goles para enseñárselos unos a otros. Más tarde, jugarán
para los padres, que, sentados en una grada a las nueve de la mañana, trataran
de consolarse pensando que peor lo tienen los padres de Alonso, con esos
horarios a los que el niño corre. Al final ya no jugarán ni para sí mismos ni
para los padres, sino para alguna chica que no dejará de mirarles mientras ella
imagina, que diría Millás.
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