Pequeño inventario de manías : Noto
cómo se asoman nuevas manías con el mismo ritmo inevitable con el que percibo
cambios en mi cuerpo. En ambos casos puedo tomármelo muy en serio o jugar a
hacer un inventario con el que marcar distancia, como si le ocurriera a otro.
Aquí va una para la lista.
En el restaurante, después de
decirle a tres amables camareras (tres), que vamos a esperar para elegir vino,
acabo decidiéndome por un Ribera que cumple dos cualidades que en esta cena
valoro : no lo conozco y es el más barato de la carta. En una cena de grupo
conviene no cargar la cuenta final porque los hay que no beberán vino o que no
consideren que merezca la pena gastarse el dinero en él.
Pero no es solo un tema de dinero.
Si me decido por el “A0” es porque (y esto sepultará mi posible futuro como
sumiller) muchas veces me dejo llevar por los nombres y las etiquetas y éste me
parece muy sugerente. La primera letra (que parece actuar en nombre de las
demás) y el 0 (como embajador de toda la serie). Perfecto.
Lo del A0, además, me suena a grupo
sanguíneo : los que no desarrollan antígenos pero crean anticuerpos contra
ellos. Por lo poco que recuerdo, el grupo 0 es donador universal, así que
pedir una botella de este vino ahora es defender, en este momento de exaltación
del terruño, a aquellas ideologías que pretenden abarcar en vez de excluir. Un
gesto que se perderá, como levantar una escultura de hielo en una playa de
Huelva.
Son, pues, dos razones subjetivas,
muy subjetivas, las que finalmente me llevan a anunciar que vamos a acompañar
la carne con este vino. La cuarta camarera que nos atiende lo escribe en su
libreta y se marcha.
Y entonces, poco después, viene el
dueño a charlar con nosotros. Alaba nuestra elección de carnes pero pone mala
cara cuando ve lo del vino (como si la camarera lo hubiera escrito con be).
Está a punto, lo sé, de hacer algo que no debe. Lo veo. Debería levantar la
mano y adelantarme y decirle cualquier cosa para frenarlo. Me tiro a la escuadra para
parar el tiro, pero me temo que llego tarde. Dice : “Este Ribera…”. Dice : “Si
me permiten, les voy a recomendar uno de Extremadura”. Dice : “Uno que sale muy
bien”.
El resto de la mesa asiente porque
el dueño sabe expresarse, pero hay dos cosas que debería decirle. La primera es
que nunca se debe proponer un vino del que no se sabe el precio. Es una
encerrona : nadie, para no quedar mal, va a preguntar lo que cuesta. Segundo :
yo tengo mis razones, tremendamente subjetivas, para elegir ese vino y no me
veo con ganas para defenderlo porque no entran en lo etnológico. Se refieren
únicamente a lo mío.
Sé que es una manía mía, pero es
mía, son cosas de la edad y tengo que aceptarla para seguir llevándome más o
menos bien conmigo mismo : no soporto que me cambien un vino. Es como una ficha
que se ha movido en el ajedrez o una carta que ya se ha enseñado a los demás.
No se toca. Si te parece malo, si tienes uno mejor, si acaban de darle una
medalla de oro en Bruselas a uno que todavía no has incluido en la carta (En
Bruselas hay siempre una medalla de oro para tu vino, como esos colegios en los
que aprueban a tu hijo por pagar la matrícula), te callas. Cierras la boca. Asientes
y vuelves con él.
En el reverso luminoso de esta
manía hay una lección : las recomendaciones siempre se deben hacer antes de que
el cliente elija y con la posibilidad de consultar los precios en la carta.
El vino que finalmente bebemos no
es para tanto. Es posible que mis manías tampoco, pero son mías y las tengo
cariño.
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