Hay que saber cuándo un día llega a su borde : Miro el reloj justo cuando marca las 22:22. Los
mellizos ya están en la cama, María ha salido a cenar con una amiga y mi forma
de aprovechar el tiempo que tengo para mí es fijarme en el reloj justo cuando
señala las 22:22 y decirme mira, las 22:22. Podría seguir con la cuarta
temporada de “Shameless” o continuar con “Incógnito” o cerrar una obra de
teatro que lleva atascada mucho tiempo o añadir un nuevo post al blog para ver
si así se derrumba y entierra mi empeño. Todo tiene un buen motivo para que me
ponga en acción, pero nada puede compararse con la tranquilidad de mirar un
reloj porque sí y ver que ofrece una secuencia de cuatro doses. Después de esto,
lo mejor sería marcharse a la cama y contarlo así en alguna reunión, hablando
de esas cosas que se deberían haber olvidado pero que ocupan la peana destinada a los cumpleaños importantes, los aniversarios o las frases significativas. No recuerdas
la fecha de tu boda, pero puedes hablar de ese día en el que en un reloj dieron
las 22:22 y te marchaste a la cama inmediatamente después, casi corriendo, para
que las 22:23 te pillara ya con el pijama, cubierto con la manta y esperando el
sueño. Entonces es posible que en esa reunión alguien sepa ver lo que ahora yo
no percibo y descubra que hice bien en cerrar ahí la jornada porque hacer demasiadas
cosas en un día es como cargar de más una maleta: las cosas acaban arrugadas y
peleando por salir.
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