Si les preguntas cuál es su color favorito no dudan. Tampoco dudan si quieres saber qué número prefieren, la jaula del zoo frente a la que se quedarían todo el día, el plato del que no se cansarían, con qué amigos se quedarían a vivir en un cuarto lleno de figuras de animales, la ropa que llevarían puesta todos los días, el juguete que no debe faltar en el bolsillo, el día en el que se quedarían a vivir, la película que empezarían a ver de nuevo una vez que se terminara o la atracción del parque de la que no habría manera de bajarles. Tienen el deseo firme.
Yo trato de fingir que soy como
ellos y les digo, por ejemplo, que mi color favorito es el verde o que el
delfín es el que más me gusta de entre todos los animales, pero si vuelven a
hacerme las preguntas pasados unos minutos me quedo en blanco e improviso otras
respuestas con la misma rotundidad de antes.
Haga la pregunta que me haga la
vigencia de mi respuesta apenas aguanta unos minutos.
Por eso me gusta que el camarero
del restaurante onze nos diga que no les queda Legaris y venga con dos botellas
que no conozco. Yo miro las botellas. María mira al camarero. Yo miro a una
botella y después a la otra. María sigue mirando al camarero y después al
camarero.
-¿Cuál tiene más cuerpo? –
pregunto.
El camarero, que sostiene cada
botella por la base, pegando el resto al brazo, parece que las sopesara. Mira a
una y después a otra. Recuerdo cuando yo cogía así a Daniel y a Lucia, nada más
nacer, como animales dormidos en una rama.
-Ésta – dice.
Elijo ésa. María sigue mirando al
camarero. Me doy cuenta de que ya había tomado la decisión antes de hacerle
ninguna pregunta y de que me alegro de que su recomendación coincida con mi deseo.
La razón es ese número cinco que
ocupa casi toda la etiqueta. La botella es una Damana 5, cinco meses 2010. El
camarero regresa con la botella y pregunta quién la va a probar. Respondo que
yo porque María sigue mirándole, como si el resto importara un poco menos.
El 5 de Zidane, claro. Que no
recordemos nuestras preferencias no quiere decir que nuestro cuerpo no las
sepa. Los ojos de María, por ejemplo, sí que saben lo que quieren.
El primer sorbo me gusta mucho, por
lo que el vino, en vez de desaparecer, se queda fijado a esta pequeña mesa cuadrada, al nombre
del restaurante, a esta mañana de lunes de vacaciones, al espejo en el que me miro en el baño, al cuadro
de la pared por el que piden cuatrocientos euros, al pequeño tarro de sobrasada que han traído como aperitivo, al
espectáculo del dragón que hemos visto, a los bollos que se comen los enanos a
las once y media, a la decoración navideña, a ese columpio de la plaza del Dos de Mayo en el que les he empujado a la vez, tentado de hacerlo con más
fuerza cada vez que me lo pedían a gritos, felices, dándole sentido a todo :
-¡Más, más!
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