A las diez de la mañana estoy en la catedral de Telefónica en la Gran Vía, donde acudo para hacer unas consultas. En las calles de alrededor los repartidores descargan cervezas, coca-colas, naranjas, leche, pan, zumos, carne, frutas, botellas de agua y de vino : las células realizan su intercambio para que la economía siga en funcionamiento. Dentro de la catedral hay orden, y limpieza, y señoritas que te indican dónde tienes que preséntate y silencio, mucho silencio, porque aquí se descargan ceros y unos y eso no hace ruido hasta que lo hace, anunciando entonces que un banco tiene un agujero de miles de millones por los que se escapan esos ceros y esos unos.
La señorita, decía, me indica cómo llegar a un mostrador en el que un chico me atiende. Justo en este momento, las posibilidades de que a las siete y veinte recuerde las imágenes de los asirios en el Museo Británico son nulas. Sería agotador e imposible detallar todas las cosas a las que ahora van asociadas una posibilidad del cero por ciento. Lo de los asirios, por ejemplo, andará por esa lista en la que ahora no pienso. Lo único que quiero saber es si puedo cambiar un contrato, un móvil, una tarjeta. El chico me escucha y deja caer una extraña frase.
-Eso es cosa de la operadora.
Pongo cara rara. Lo noto. Habla de la operadora como si fuera algo ajeno, algo innombrable.
-Nosotros somos un grupo de Telefónica, la operadora es Movistar. Y con Movistar sólo te puedes comunicar por teléfono.
El hombre es amable y me dedica casi cuarenta minutos aunque él no tenga poder para cambiar un precio ni para ofrecerme un móvil. A él le han dado tijeras de plástico con la punta redondeada, ceras que no manchan, cuchillos sin filo. Anoto una serie de consejos para plantarle cara a los de Movistar y conseguir que me cambien el móvil, me modifiquen la tarifa y no me cobren la permanencia.
-Lo mejor es decir que tienes un problema y que necesitas que te ayuden.
Pasados cuarenta minutos le doy la mano. He confraternizado más con este hombre que con muchos compañeros de clase en cinco años de carrera. El mundo de las relaciones humanas es así de sorprendente. Me guardo todo con cuidado y regreso al silencio, a la luz tranquilizadora, a las azafatas con las manos a la espalda y a esa puerta giratoria que me devuelve al mundo real.
A las siete de la tarde, Daniel me pide un bote de Actimel. Realmente no es un Actimel, pero lo seguimos llamando así para no sentirnos más pobres. Se marcha a trabajar con él y veinte minutos después vuelve para enseñarnos la figura que ha hecho. Se trata de un pastor con forma de bolo con bifidus y una barba hecha con pequeñas bolas amarillas que me hace pensar en los asirios de la planta baja del Museo Británico. Es una barba impresionante. Una barba así señala un camino en esta vida, aunque vaya a ser más un paso de montaña que una línea de AVE. El talento tiene su propia brújula para orientarse.
-¿Y esa gorra?
-Es que es un pastor.
-¿Y la eme? ¿De Mario?
-No, de Movistar.
Ahí se queda la figura, en el Belén. Ya sé dónde tengo que acudir para recitar mis plegarias si no logro cambiar el contrato, o el móvil o las tarifas. Mi pequeño altar dedicado a los ceros y a los unos al que traeré, como ofrenda, cervezas, coca-colas, naranjas, leche, pan, zumos, carne, frutas, botellas de agua y de vino.
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