"El banco central otorga a la banca 489.000 millones de
financiación al 1% a tres años"
El dinero que
sale del BCE debe ser estar crudo. Debe ser dinero de mayoristas al que solo
puedes acceder si tu banco está podrido y en tus cajas fuertes únicamente hay polvo de ladrillo y un colchón en el que duerme, como un favor del director de
la sucursal, algún promotor o contructor o presidente de equipo de fúbol que
tiene que esconderse de los acreedores.
Los economistas
de calculadora de oro sugieren que se abran las compuertas para que por las
paredes de la presa empiece a fluir ese líquido en forma de billetes, monedas o
falsas promesas que necesita el sistema para que la máquina empiece a girar,
rueda tras rueda, deshaciendo con cada vuelta nuestro miedo, como trigo
convirtiéndose en harina, harina que se lleva el viento.
Papá Noel,
disfrazado de persona corriente, alejada de esas grandes decisiones
macroeconómicas, hace la compra en uan tienda de juguetes a diez euros,
ahorrando lo que puede para que el papel de envolver esté a al altura. El
local, más tarde, podrá convertirse en una carnicería o una óptica o un taller
en el que se mantenga el cartel de todo a diez. Es posible que también eche el
cierre con unas cuantas cajas en las que queden los juguetes defectuosos, como
fruta picada que nadie quiere.
La máquina del
dinero se pone en marcha, como una caravana de camellos con la alforja bien
dispuesta, pesada, con billetes calientes y llenos de valor, pero no hay que
engañarse. No tienen como destino esa juguetería o ese taller o esa tienda. Van
a pasar de largo por delante de todos nosotros. Para ellos no hay portal de
Belén, ni hipoteca, ni deuda, ni préstamo. Puedes ver el inerminable desfile
desde la grada, aplaudiendo cada vuelta del Ferrari al que jamás vas a poder
acercarte. Todos salen de la puerta de un gran banco y entran por la de atrás
de bancos en los que no se abren las ventanas desde hace mucho tiempo para que
no se extienda por al calle ese olor a calderilla podrida que se pega a todo :
a la cartera del director, al móvil de la cajera, a los carteles que anuncian
un gran plan de pensiones, a la pistola de guarda de seguridad o a la bayeta de
la chica de la limpieza que quita con desgana el polvo de los monitores.
Todo lo que
deciden esos economistas de muelas de mármol y cifras perfectas, brillantes y
afiladas como cuchillos recién estrenados, es para que ese olor a podrido no llegue
a la calle y todos formemos colas en los bancos para calmar nuestro miedo con
nuestros ahorros encima de la mesa. Esta operación de 489.000 millones, de contundente
titular de National Geographic, es un movimiento de ajuste del que ni tú ni yo
vamos a ver nada. Son noticias de un país lejano en el que las leyes funcionan
de otra manera y al que no te van a dejar pasar colocando un técnico de jerga
exacta y compleja a la puerta para que, al hacerte un par de preguntas, tu
propia ignorancia te haga volver a casa sin ninguna queja, convirtiendo lo que
quería ser un estudio completo de la situación en un triste paseo alrededor a
la manzana que se termina cuando el perro que llevas se hace pis en tus
zapatos.
Te dan el titular
para que veas los pasteles desde el otro lado del cristal, la nariz pegada,
pero jamás nadie te va a entregar un diccionario para que lo entiendas. Tú solo
tienes que levantarse y seguir creyendo que esto se va a arreglar y que lo que
han montado en el piso de arriba, desde el que llegan las risas de mujeres
entregadas y hombres que ya se han quitado la corbata, se quedará arriba y que
tú tienes que obedecer y llegado el momento ponerte el pijama y marcharte a la
cama para que el cansancio no te impida volver a levantarte para preparar el
desayuno en una cocina en la que es posible que te encuentre con uno de esos
hombres o esas mujeres abriendo la nevera para picar algo, que la fiesta se
alargó.
Supón, por un
momento, que ese dinero se acercara a ti, que fuera como una inmensa y
tranquila marea cuyas olas ya rozaran tus pies y que bastara con acercarte a
una sucursal del propio BCE y pedir una parte de ese crédito al uno por ciento,
sin intermediarios, sin grasa, sin discursos, sin avales. Una simple petición
atendida por un hombre que anota tu pedido y lo pasa a la cocina para que,
pasados unos minutos, alguien te engregue esa seguridad que ofrece unos cuantos
billetes por estrenar. ¿Por qué no lo hacen así?
Puedes
preguntártelo todas las veces que quieras, pero esa película no tiene
subtítulos. Dale vueltas al tema, que será lo único que puedas hacer. Tal vez
es que ese dinero, como decía, esté crudo o sea como la carne del pez globo que
hay que saber cocinar antes de que tú la pruebes. Quizás es que ese dinero tan
puro pueda ser perjudicial si lo tocas y antes haya que rebajarlo en la sucursal
de tu banco, donde se quedará poco tiempo porque, realmente, el dinero se pone
nervioso y tiene sus propios instintos y olfatea rastros interesantes que nunca
le van a llevar a tu casa, o a la cartera de ese falso Papá Noel, o a la del
empresario que no cobra sus ventas o a la del tipo que lleva varios meses sin
ingresar sus nóminas, comprobando que el vacío pesa y que cada vez pesa más.
Ríndete y ve a lo
concreto. Mira. El pelo de Lucía, al aclararlo, cae sobre su espalda de forma perfecta
y elegante, pegándose a la piel. Tiene la cabeza un poco hacia atrás, los
ojos cerrados, para que no le entre espuma. Vuelvo a echarle agua por la cabeza
aunque ya no la necesita, para quedarme un rato más viendo su pelo. Si le
dijera que tiene un pelo bonito se quejaría. Ahora está en la fase en la que se
enfada con cada halago que le digo, así que lo pienso y no digo nada. Como la
cena ya está lista, tampoco hay prisa. Es la primera en salir porque a Daniel
le gusta quedarse un rato más inventando juegos con los animales que rodean la
bañera.
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