En los puestos venden ponchos para protegerse de una lluvia que no molesta y en la que la gente que rodea el estadio no parece fijarse, alimentada por cierto calor interior que la hace inmune al frío o a las dudas. Los ultras aclaran sus gargantas con cerveza y comienzan a ensayar sus cánticos cerca de la puerta cero, con el tono festivo del que ya está celebrando algo a pesar de que quedan veinte minutos para que empiece el partido. Todos hemos escrito nuestra carta a Papá Noel y se la hemos echado en el buzón a Mourinho con la seguridad de que éste nos va a traer lo que queramos.
En medio de esa euforia contenida, que comparto, veo dos detalles que me inquietan. Uno es un cartel en el que leo “El sueño de una noche de verano”. El otro es la tranquilidad con la que se mueven los caballos de la policía, como si anticiparan que esta va a ser una noche sin problemas en la que la gente se va a retirar pronto a casa, cambiando el plan de la copa con los amigos por la sopa caliente en la cocina.
Dentro del estadio todo se desarrolla como siempre. La alineación del Barça se anuncia sin presentar las fotografías de los jugadores, lo que tiene cierto toque infantil o, analizándolo un poco más, protector, como si se nos quisiera evitar ver de frente a un rival que, todavía no lo sabes, se ha hecho con las cartas a Mourinho y las va a romper una a una. Los jugadores del Madrid si aparecen en las pantallas con su imagen, acompañados por el grito del locutor que los va nombrando con la contundencia del gorila que se golpea el pecho.
Al salir los equipos, unos son recibidos con aplausos y los otros con insultos que cruzan el cielo como guirlandas. Y antes de que la última guirnalda haya caído sobre el césped, Benzemá, a los veinte segundos, marca el primer gol, haciéndonos creer a todos que la Navidad, como dice la canción, va a ser blanca, alejados los enemigos a la distancia de nueve puntos.
Entonces el Madrid mira al marcador y ve un resultado. El Barça se fija en el 10 y apenas le presta atención, como si marcara la hora. El Madrid cree que ya está todo escrito y el Barça, al que se le ha negado su imagen, empieza a jugar como si tuviera que ganársela. Digamos que uno cree en Papá Noel y el otro ya sabe la verdad.
En ese momento la victoria del Barça se pagaba a seis euros, lo que nos habría hecho ricos a los madridistas si hubiéramos hecho más caso a lo que veíamos que a lo que sentíamos. El día que se cuente un partido con los comentarios de los hinchas se descubrirá que de puertas adentro uno no se engaña. Y entre los de mi zona empieza a aparecer pronto cierto malestar con lo que se ve abajo.
A pesar del calor del primer gol, el césped está frío. Bastan unos pocos detalles para saber que esta noche el Madrid no funciona. Lo que vemos abajo parece el resultado de unas consignas que han ido más allá de lo apropiado, como el que te cuenta los viajes de Marco Polo cuando le preguntas por una calle del barrio. Mourinho parece haberles hecho creer a cada jugador que el partido depende de él y sólo de él, para motivarles, y ahí están, jugando como si sólo existieran ellos y el resto del equipo fuera invisible. Mourinho le ha echado demasiados fideos a la sopa y esta se ha vuelto espesa. Guardiola, con ese toque de monje avispado, sabe que es mejor dejar el caldo ligero y así se lo ha hecho beber a los suyos.
El Barça ve pronto el cortocircuito del Madrid, que parece jugar hoy con su marca blanca y empieza poco a poco a aumentar su ritmo. No es que hagan un gran fútbol, pero digamos que saben cómo desactivar al Bernabéu. Primero nos mandan un mensaje a los hinchas, que captamos pronto, diciéndonos que esto es sólo cuestión de tiempo. Después, una vez instalada la duda en las gradas, los de Guardiola se dedican a decirles a los del Madrid que la grada ya no está con ellos y que Papá Noel no existen.
Ese es el planteamiento y hay que ser muy ciego o muy fanático para no darse cuenta de que el que está agitando el árbol es el Barcelona. El Madrid no reacciona porque juega once partidos a la vez, incluyendo a un Casillas cuyo reloj interno parece volver al ritmo de los demás mortales, que vemos las cosas cuando han sucedido, no tres segundos antes. El Barça sólo necesita de un fútbol ordenado, de un partido que comparten todos y que no brillará en las hemerotecas digitales del futuro, pero para qué más.
Y llega el segundo, claro. Y el tercero, normal.
Salgo del partido con mi hermano antes de que acabe. Afuera nos debía esperar un bullicioso sábado por la noche y nos encontramos con una noche de martes. La policía apenas se ve. No quedan ya puestos. La calle está limpia. Los camareros de los bares miran la pantalla mientras calculan el dinero que van a perder esa noche. La gente camina despacio, con las manos en los bolsillos. El murmullo del Bernabéu va desapareciendo. En el metro no hay cola para pasar el control. En el andén esperamos ordenada a que llegue el metro. Alguno manda mensajes por el móvil con la cara seria. Y, sobre todo, no nos hemos terminado la bolsa de pipas.
Los elfos, ya lo hemos visto, son culés y llevan un diez en la espalda. Como advertían, han roto todas nuestras cartas y nos han dejado un poco desconcertados, sin saber muy bien qué pedirle ahora a Mourinho.
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