Guardamos la caja con el árbol en el trastero, en una esquina. Bajo a por ella. La caja de cartón está rota y la sujetamos con una cinta aislante para que no ceda. Cada año la caja parece más pequeña y el árbol más grande, como si fuera acumulando cosas, como si no permaneciera ajeno a lo que sucede alrededor, lo que es algo absurdo en un árbol de plástico que cada vez suelta más hojas falsas.
El árbol pesa y al cogerlo no siento nada. No está bien ser tan frío. Los enanos llevan todo el fin de semana recordándonos que hay que montar el árbol. Ayer colocamos el Belén junto a la puerta encima de una mesa pequeña : unas cuantas figuras de Playmobil en un escenario que no se parece nada a lo que preparaba de pequeño. Ni río de plata ni musgo falso ni un fondo de estrellas en el que colgar la estrella de Belén. Una versión minimalista que a ellos les parece suficiente.
Cuando vuelvo unas horas más tarde, el árbol ya está adornado. Un ángel que sonríe. Una estrella. Una bola grande. Una corona. Una bola pequeña. Un oso. Una bola brillante. Una serie de pequeñas bombillas. Un ángel con una campana. María me dice que lo han hecho ellos solos. Los adornos están bien colocados y me quedo mirándolo tratando de escuchar una música que no llega. Encima de la mesa está la estrella que corona el árbol. Como no alcanzaban, han esperado a que viniera para ponerla. Daniel la coge y me pide que le suba. Cada vez pesa más. La encaja como puede.
-Ya está.
Sólo es cuestión de paciencia. Como han hecho con el árbol, sé que me irán cubriendo poco a poco con sus momentos de ilusión hasta que esa música acabe llegando.
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