La ballena que dejé de perseguir : Me
meto en el mundo del gin-tonic como el que es invitado al campo de fútbol de un
equipo que no es el suyo, con esa curiosidad superficial que provoca la
distancia. Todo me va a parecer bien: aunque sé algo del mundo
del tinto, del gin-tonic lo desconozco todo. Mejor.
El camarero se acerca con una bandeja
y prepara el mío hablándome de la mezcla, del tono afrutado y de la tónica
especial que le va a añadir y que le va muy bien a la manzana que veo entre los hielos. Termina su explicación mencionando su punto romántico, como
en las novelas de Jane Austen, dice. No me quedo ni con la marca de la ginebra ni de
la tónica, pero eso de Jane Austen no se me va a olvidar. La copa, a mi
juicio, queda perfecta, llena hasta el borde y filtrando la luz de la vela que
tiene detrás. Darle un sorbo sería romper esa perfección.
La de mi acompañante tiene canela y
su historia está dedicada a Moby Dick porque la ginebra, eso sí lo recuerdo, es
Bluecoat. Toques azules, salitre en el aire de un mar nervioso y un hombre obsesionado
que busca a su ballena blanca entre los hielos de la copa. La imagen me parece
muy sugerente, pero no tengo envidia porque he de reconocer que dejé
Moby Dick a la mitad por culpa de esos inventarios que acabaron agotándome. De
Jane Austen no puedo hablar mejor porque no he leído ningún libro suyo.
Lo admito: Un desastre de lector.
Otra noche, pienso, tenemos que ir a algún local en el que
combinen cervezas con bocadillos. Todo será distinto. Alguna habrá, seguro, dedicada a Maigret y a
esos interrogatorios que, alargándose, le obligaban a pedir unas cervezas para
poder seguir. Ahí, cuando hablen de Simenon, lo tendré más fácil.
Esta noche
aprendo un poco de gin-tonics pero mucho de mi perfil lector: del tipo cervecero.
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