A orillas del
Sena : En el trayecto Madrid-Edimburgo me da tiempo a leer dos veces “La
leyenda del Santo Bebedor”, de Joseph Roth. La primera vez, deprisa; la segunda, muy
despacio. Me parece un libro muy apropiado para comenzar unas vacaciones, esos
días que te entregan y de los que te sientes obligado a responder, como le
ocurre al protagonista con los trescientos francos que le piden que devuelva en
una iglesia pasados unos días.
Ya es de noche y, pasada la
excitación de los primeros minutos, los niños del avión se han calmado. El
ruido de los motores, la luz amortiguada, la seguridad de ir avanzando hacia el
destino crean el entorno perfecto para una lectura en la que se mezclan, con
una facilidad que me estimula, temas tan densos como la religión, la culpa, la
amistad, el pasado, el honor, el azar, la bebida, los milagros o el aspecto
dinámico del dinero.
"De modo que pasó el resto del
día en diversas tabernas, y ya se había resignado a que el tiempo de los
milagros que había vivido hubiera terminado, definitivamente terminado, y que se hubieran
reanudado sus viejos tiempos. Y decidido a este lento hundimiento al que siempre se muestran propensos los bebedores
(¡los sobrios jamás conocerán esta sensación!), Andreas se encaminó de nuevo a
las orillas del Sena, allá bajo los puentes." (Página 52)
Podría empezarlo una tercera vez,
pero prefiero que todas las escenas tengan tiempo de asentarse y que los símbolos vayan
apareciendo poco a poco. La historia permite varias interpretaciones: me quedo
con todas ellas hasta que llegue el momento de decidirse por alguna. ¿Por qué
descartarlas ahora?
Así que levanto la vista del libro
y me fijo en el techo del avión. Un libro es también el lugar en el que se lee.
Sé que, de haberlo hecho en otro sitio, no habría sido tan receptivo a todas
las sugerencias, dejándome llevar por la facilidad de la historia como el que es
transportado en un avión sin preguntarse qué es lo que lo mantiene en el aire.
"Así que el billete de mil
francos cambió de propietario. En vista de ello, Andreas continuó algún rato en
el mostrador y se tomó tres vasos de vino blanco; a modo de gratitud para con
el destino." (Página 55)
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