Fortaleza interior : Vencemos un ataque
de pereza y decidimos ir a cenar a un restaurante de Chueca. Con hijos, el
diámetro de la ciudad que terminas abarcando es bastante pequeño: no existe
ninguna limitación objetiva, pero te ves buscando aquellos sitios que se
encuentran cerca de casa. Nuestra pereza, por ejemplo, tiene las dimensiones de
ese diámetro y descubrimos que, aun sin hijos, las primeras opciones que se nos
ocurren para cenar no van más allá de esa línea que tenemos marcada en el
cerebro. Damos un pequeño salto sobre la frontera y nos vamos a Chueca.
La reserva es a las nueve y media y
como en agosto apenas hay tráfico, llegamos con tiempo de dar una vuelta.
Siempre hay algo en lo que fijarse porque aquí hay vida, aunque sea la del
escaparate de una sex-shop donde exponen los maniquíes de un hombre y de una
mujer sin ropa. El del hombre solo lleva puesto un calzoncillo, así que resulta
imposible no fijarse en él. Y me fijo.
Y mientras me fijo, me doy cuenta
de que es bastante probable que los maniquíes vestidos que viven en los demás
escaparates no lleven ropa interior. Se exponen completos pero fallan en lo
básico, por lo que básicamente están desprotegidos. Este del calzoncillo, por
el contrario, parece seguro de sí mismo: tiene los puños cerrados con fuerza y
el cuerpo ofrecido al curioso, como desafiando a aquellos que piensan que no
hay nada peor que quedarse en calzoncillos.
Me marcho con la sospecha de que
tengo que hacer una limpieza urgente en mis cajones, que la amplitud de ese
diámetro en el que te mueves también depende de lo primero que te pones al
salir de la ducha. Ahí está todo. La piedra sobre la que edificas el resto del
día.
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