Elfos de ciudad : En el centro Fernando
Fernán Gómez, con motivo de la celebración del PHotoEspaña 2014, se expone,
entre una serie de trabajos olvidé apenas salí, el Bego Antón, una fotógrafa
que se marchó a Islandia a retratar a una serie de personas que creían en los
elfos. Según se cuenta en las explicaciones, allí es fácil encontrarse con
alguien que asegure que tiene la capacidad de verlos.
Me hubiera gustado que una serie
con ese toque de humor se hubiera realizado en Madrid. No solo por el reclamo
publicitario de vender la ciudad como el lugar que los elfos eligen para vivir,
lo que sería un argumento original para intentar otra vez ser sede olímpica, sino
porque eso me haría más fácil creer en ellos. Me vuelvo un poco escéptico con
estas manifestaciones de lo sobrenatural que solo se producen en ciertos
lugares, a ciertas horas, bajo determinadas circunstancias lunares. Si lo
sobrenatural existe, también debería tener su propia spin-off en esa serie de
elfos que, atraídos por los rumores, por la curiosidad, o por cierto cansancio
por lo bucólico y pastoril, deciden emigrar a una gran ciudad y conocer mundo.
Reconozco que, de entrada, Madrid
tal vez no sea el mejor de los destinos para los elfos, pero tampoco conviene
descartarla. Estoy seguro de que, con el tiempo, encontrarían dónde vivir y, ya
establecidos, podrían manifestarse al vendedores de castañas de la Plaza de
España, al que controla la entrada en el Bernabéu, al que conduce un autobús de
la línea 42, a la que entrega hamburguesas en el McDonald´s de Plaza Norte, a
la que hace las camas en una planta del hospital de Moncloa, a la que empuja el
carrito de una anciana por la calle Fuencarral o a la que te mira fijamente al
bajar por Montera. Al que vive en Islandia, ya le basta con ese paisaje y con
los discos de Björk para alcanzar en poco tiempo un nivel místico que a los de
Madrid nos puede llevar toda una vida vislumbrar: que los elfos se pasen para
echarnos una mano.
Y si, a pesar de esa buena energía
que se les supone, la ciudad a veces se les cae encima y sienten la tentación
de volver a Islandia, a lo suyo, sea lo que sea, siempre pueden subirse a la
terraza del bar de copas que hay en la Plaza de la Luna y, con los pies metidos
en la piscina de agua tranquilas, relajarse y recuperar algo de optimismo
viendo cómo atardece. Puede que para ellos no sea gran cosa, pero para los
demás supone uno de esos momentos en los que, de acercarse una fotógrafa a
nosotros, seríamos capaces, con una copa en la mano, de hablarle de cualquier
presencia sobre la que nos interrogara.
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