No hay mejor mascota : Al final del
pasillo se llega a un pequeño patio luminoso con varias mesas y sillas de
madera, todas diferentes. Somos los primeros y dejo que los mellizos elijan la
que más les guste. La carta es pequeña y la descripción de cada plato tiene
algo sugerente para diferenciarse de los demás locales que no están de moda.
Mis tacos de atún vienen
acompañados por unas judías verdes con pelusilla. La pariente noble de las
judías que en casa tengo en tarros de cristal, lo que ahora me hace sentir como
un profesor loco experimentando con verduras. No es bueno que las judías estén
encerradas. Después vienen unos segundos de culpabilidad. Después, otros de
duda : ¿me las como?
En apenas media hora, el pequeño
patio va llenándose de gente. A nuestra izquierda, una pareja empieza a fumar y
a hablar de poesía. ¿A ti que te llega de un poema?. A mí la música del
lenguaje. Y a mí, pienso, vuestro humo, cabrones, ese ingrediente con el que no
había contado en mi comida. Siempre me fascina la despreocupación del fumador
con su humo, evidente aún más en un restaurante. Mi equilibrio interior está a
punto de venirse abajo cuando regreso a mi plato, a mis judías con pelo: las acaricio ligeramente
y la tensión desaparece.
Pero en otra mesa se abre un frente
nuevo. La más habladora del grupo les traduce a sus dos compañeras el menú al
inglés. A gritos va añadiendo comentarios sobre lo típico que es todo con un acento inglés
con el que yo utilizaría un cuaderno y un bolígrafo para expresarme. Ella comparte sus mal aprovechadas clases con la generosidad con las
que los fumadores de al lado extienden el humo. Esta segunda línea también supone
una amenaza para una comida que iba muy bien. Mis dedos vuelven a buscar la
piel de las judías y a cambio de nuevas caricias ellas me devuelven al estado
inicial en el que sólo estábamos nosotros tres y el sol y el menú.
Sigo acariciándolas. Ya sé que no
me las voy a comer porque nadie hace eso con sus mascotas.
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