Elementos irregulares : El de la
fotografía soy yo corriendo para no retrasarme a una cita con tres mujeres,
tres. Es una prisa que me busco yo porque me bajo en la parada que no debo.
Debería poner “Opera” donde se lee “Tribunal”, pero me gusta recorrer esta
calle a cualquier hora. Es una debilidad a la que se suma ahora la obligación (lo
llamo así para no tener que buscarme una excusa cada día, que me agotaba) de
entrar en “Tipos infames” con la precaución de un diabético en una pastelería.
Las tres mujeres me esperan, así que me muevo entre los libros con una rapidez
que me convierte en sospechoso. Digo que no a todos los libros hasta que
encuentro “Irse a Madrid”, de Jabois, al que le entrego mi cartera. Y, sin
dejar de correr, como esos profesionales que dan saltitos en los pasos de cebra
esperando a que cambie el semáforo, pago, cojo el cambio, respondo que el otro
de Jabois ya lo tengo (como buen vino, reservado para ocasiones especiales) y
allá que voy, camino del restaurante griego en el que hemos quedado para cenar.
Las veo en la puerta, esperando. Llego
un poco tarde. Un poco. Pero llegar con una bolsa es la única excusa que hace
que no digan nada, comprensivas. Sabiendo que ellas también, claro, a veces, el
escaparate, sólo iban a ser unos minutos.
Cuando
entramos, las tres mujeres y yo, solo hay una mesa ocupada por una pareja que
come con cierta eficiencia administrativa. El local tiene mejor pinta por fuera
que por dentro, pero no me importa porque, voy a repetirlo, estoy con tres
mujeres.
Nos conocemos desde hace tanto
tiempo que cuando quedamos es como recuperar una lectura en el punto en el que
la dejaste : tienes fresco todo lo que ha pasado y sabes que vas a avanzar unas
cuantas páginas en la historia. Cuando hablamos no vamos mirando la línea que
separa los carriles. Vale todo. Y si llega un momento en el que te apetece dar
un volantazo y recorrer un rato el campo entre palabras e imágenes más bien
campestres, nadie va a llevarse las manos a la cabeza, sino a la botella de
vino para servir las copas y mantener el nivel de alcohol y con él la velocidad
apropiada para que la velada no se frene. Suena bien lo de velada.
La camarera es una chica seria que
traduce cada plato que le decimos al nombre en griego que lo precede y luego lo
memoriza todo. Ese gesto me gusta porque admiro a la gente con buena memoria :
me imagino su cerebro duro como el músculo de un deportista. Me gustaría
pedirle que recitara algún texto clásico en griego porque parece una lengua que
estuviera siempre escondiéndose. Cualquier cosa valdría. Si no un texto, una
canción o lo que piensa de los madrileños. Asiente y se marcha con la elegancia
de una gimnasta.
La elección del sitio es acertada
porque nos pasamos toda la comida hablando de la crisis. En un restaurante
alemán elegirían la comida por nosotros, pensando que al final les tocaría
pagar a ellos. En uno holandés, amigos para siempre, no nos dejarían ni entrar.
Aquí, como tenemos ventaja en la prima de riesgo, podemos hablar sin complejos
y pedir lo que queramos.
La gimnasta vaya trayendo los
platos y explicándolos con la paciencia del que ve a un turista dar vueltas a
una rotonda media hora y se acerca a echarle una mano. Las tres mujeres y yo
dejamos de hablar de la crisis y atendemos para saber lo que comemos, pero
nuestro cerebro no tiene tanto músculo como el suyo y al final todos los platos
pierden su pie de página y nos limitamos a disfrutarlos.
Platos y crisis. Tenemos
básicamente, la impresión de que nos toca recoger los restos de una fiesta a la
que nadie nos invitó. Hay bastante mala hostia debajo de cada palabra :
bastaría con apretar una de ellas para que saliera como el relleno de una chocolatina fundida. Nos
desahogamos educadamente en vez de subirnos a una montaña y gritar. Mejor que
eso es rebañar platos y beber vino.
Mi misión es mantener el nivel de
las copas. Normalmente soy la mosca en el plato de sopa que anuncia a otras
moscas que no deben acercarse. Hoy no puedo cumplir este papel y me siento un
poco desubicado, como un portero en una discoteca cerrada. Hago bien de mosca.
Pero no importa. Elijo bien los vinos y, sobre todo, cuando las tres mujeres
leen la carta de arriba abajo, haciendo sus cálculos, propongo pedir una
ensalada. Ese es el secreto para acertar con las mujeres en una mesa :
ofrecerte a pedir lo que a ellas les resulta un poco violento, como si fuera
inapropiado. Digo ensalada y sólo les falta ponerse a aplaudir con las palmas
muy juntas (lo opuesto a ese aplauso que la saltadora pide al público para que
la anime a dar zancadas de diez metros).
Como somos responsables, no pedimos
la segunda botella y nos despedimos antes porque el metro ha reducido su
horario. La crisis. La chica que nos atiende se despide de nosotros en la
puerta. Deberíamos haberla invitado a sentarse con nosotros para que nos
contara cosas de lo que ella ya sabe. Detrás, asomada a una puerta, está la
cocinera con los brazos cruzados.
Dos comparten un taxi y la tercera
se viene al metro. Va en mi misma línea, pero en sentido contrario, en una
imagen que me hace pensar en Woody Allen. Me siento y, empiezo con “Irse a
Madrid”. Su estilo me gusta, y consigue lo que pocos logran últimamente : que me entren ganas de ponerme a escribir.
En el ascensor de casa encuentro un
texto que podría resumir lo que ha pasado estos años. “Se ruega a todos los
propietarios que no arrojen por los wc objetos no destinados a ello, pues
recientemente y con motivo de la cantidad de elementos irregulares, ha sido
necesario realizar un desatranco y cambiar una bomba, con el consecuente gasto”
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