Siervos de la
gleba : También hay que admitir que gracias a los malos el mundo es más
divertido. Sin malos, no habría castillos, por ejemplo, solo una casa con
jardín donde viviría el rey, la reina y el yerno, fotocopiando facturas. Pero
como hay malos, hay que crear una muralla, y un foso, y llenarlo de agua, y
soltar un par de cocodrilos, y levantar otra muralla y torreones, y poner
vigías y unos cuantos barreños con aceite caliente para echárselos a los malos
(tiempo de guerra) o para freír churros (tiempo de paz).
El Corte Inglés, aunque esté
empapelado con modelos anunciando la semana de oro, los siete días de oro, o la
media quincena de oro, tiene alma de castillo porque siempre lo visita gente
mala. A veces es gente buena, como yo, que entra sabiendo que debe buscar un
punto de equilibrio entre su demanda y la oferta que le rodea para que se
produzca el intercambio de un bien o servicio por un dinero aceptado por las
dos partes, y de repente se cansa de buscar ese punto de equilibrio porque es
agotador. Pasarse todo el rato emparejando la demanda con la oferta en la
cabeza requiere de un esfuerzo mental que te deja vacío. Por eso la gente buena
hace la compra con cara de pena (los que sonríen son sospechosos). Cómo cansa
ser bueno. Y es entonces cuando surge el mal, al que le importa una mierda ese
puntito de las curvas en el que la oferta, creciente conforme nos desplazamos
por el eje horizontal, se cruza con la demanda, que, lógicamente, va descendiendo
según aumenta el dinero. Surge el mal, decía, que se mete un bote de pepinillos
en el bolsillo, o un cartucho de impresora que no necesitas o un conjunto de
horquillas de Hello Kitty que dónde vas
a ponerte. El mal.
El mal empieza así, con poca cosa,
pero poco a poco va creciendo y cuando te encuentras en tu casa con veinte
cajas de cartón llenas de horquillas de Hello Kitty te dices que ha llegado el
momento de dar el gran golpe y de asaltar el Corte Inglés y de dejarlo seco de
horquillas de Hello Kitty.
En eso piensas cuando sales y te
encuentras con esa barrera elevada. Es como el diente de oro que le ves al
matón cuando te sonríe y te pregunta qué hay de lo suyo. Sabes entonces que
detrás de los muslos de la modelo del cartel puede haber tinajas de aceite
hirviendo esperando, silenciosamente, a que un incauto como tú decida llevarse
cosas que no le pertenecen en una cantidad que haga que en algún oscuro
despacho un contable mire el debe y el haber y la diferencia le empuje a
levantar la mano para que el supervisor, haciendo sonar los dedos, se acerque y,
vaya, que algo grave ha pasado en el inventario de las horquillas de Hello
Kitty y la sonrisa del matón se haga más y más grande y puedas contar una, dos,
tres, cuatro barreras elevadas que nunca podrás traspasar con tu Cinquecento de
alquiler.
Así las cosas, sales del castillo
diciéndote que ser un siervo de la gleba tampoco está mal. Tus cosechas, tus
fiestas, tus visitas a los juglares, tus pies llenos de ampollas.
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