Quijote 1 – Cervantes 0 : En Alcalá de Henares la imagen de
Don Quijote está en todas partes. Al doblar una esquina uno puede encontrarse en
una pared un gran dibujo en el que se lo ve con Sancho. Representarlos es
bastante fácil porque basta con mostrar a un tipo alto y delgado y a otro bajo
y gordo. En el Quijote había imagen de marca.
La presencia
de Cervantes, por el contrario, está más oculta. En el edificio en el que
nació, conservado con el celo del coleccionista que termina su casa de muñecas,
no son muchas las referencias. Parece el decorado de algún capítulo de una
serie inglesa y lo sorprendente es que de ese ambiente de mujeres (dos
hermanas, una madre, una tía y una prima), surgiera un Cervantes y no una Emily
Dickinson. Da la impresión de que la propia ciudad quería una poetisa de
encajes y, contrariada, aceptó al novelista soldado con cierta desgana que ha
llegado hasta nuestros días : en el banco que hay a la entrada están colocadas dos
estatuas del Quijote y Sancho, no un busto de Cervantes, que habría sido más
apropiado. Y, por si esa humillación fuera poco, la ciudad se cubre estos días
de unos carteles en los que, como si ahí el español ya no interesara, se anuncia
el Alcalowcost, una feria del sector inmobiliario, con aire de todo a cien, dedicada
a pisos y casas en oferta que puedes comprar por las buenas ahora o, más tarde,
por las malas, a través del Sareb.
Está claro
que mis simpatías van con Cervantes porque el Quijote es un tipo al que todavía
no sé cómo acercarme. Que Dostoievski, que admiraba el libro, me perdone, pero,
hoy por hoy, no me interesa. Dicho está. Lo ha agotado todo el merchandising
(mercantil e intelectual) que lo ha utilizado. Cervantes, en cambio, es otra cosa.
Me gusta esa mezcla de hombre de letras y de acción, a lo Hemingway, que se
gastaba, tan lejos de todos estos escritores actuales de Facebook y Twitter.
Así que, de tomarme
un vino como éste, un “Campo de Cantabria”, en el bar “Tempranillo”, preferiría
tener a Cervantes al lado. Pero el lugar en el que se sentaría , enfrente de
mí, está ocupado por Daniel y él, claro, tiene preferencia. La camarera, como
tapas, ha traído cuatro vasos pequeños llenos de cocido. Recién hecho. Daniel
se sorprende de que hasta tengan trozos de carne. Disfruta cada cucharada que
se lleva a la boca. ¿Para qué ser padre?. Pues para esto, para no dejar de
mirarlo.
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