Maniquíes de largas pestañas : Tres veinteañeras
sudamericanas se suben al metro. Van muy maquilladas, van muy poco vestidas.
Son como un texto en mayúsculas. Una se queda de pie mirando por la ventana :
-Ése
no vuelve a comerme el coño
Otra
-Eructo
y me sabe todavía a alcohol.
El
término gótico debería abarcarlas también a ellas, porque no hay parte de su
cuerpo que no esté recargada.
En
otra estación entra un grupo de italianos con maletas y planos en las manos con
la M de McDonald´s. Me gusta oírles hablar italiano : me produce el mismo
efecto general que esas pastillas que te eliminan la irritación del estómago.
Podría seguirlos por los túneles del metro como la cola de una cometa.
Daniel
aprovecha el viaje para dibujar un piano y su silla y se atreve con el pianista.
Añade unas notas musicales. Tanta meticulosidad hace que el viaje pase muy
deprisa. No debía aparecer “Tribunal” tan pronto, pero ahí está.
Bajamos
en Tribunal para poder ver los libros expuestos en “Tipos Infames”. Daniel dice
que tiene hambre y que quiere probar un gofre. Lucía dice que tiene hambre y
que quiere un cruasán. Repaso los libros rápidamente con el trazo del profesional
que limpia eficazmente el cristal. Venga, vamos, les digo. Venga, vamos, me digo.
Vistos
los libros, el plan es bajar hasta el Horno de San Onofre para comprarle su
cruasán a Lucía. Mientras caminamos por Fuencarral pienso que cambiará de
opinión al ver más bollos expuestos. Me dice que tiene hambre y tengo que
vencer la tentación de entrar en un chino a por un donut. Eso no sería
tradición. Un cruasán en el Horno de San Onofre, sí.
Pero
pasamos por delante de Oomuombo, la tienda de chucherías suecas. A los mellizos
les gusta fijarse en las golosinas, a mí, en los nombres : me sorprende que
representen cosas dulces. El trato es coger dos o tres chucherías de las que
les apetezcan. Dos o tres, nada más. Así que con la pala de plástico van de un
expositor a otro. Parecen dos piratas cavando en el tesoro para encontrar un
trozo de isla. En uno de ellos, Daniel tiene un problema : son unas pequeñas
esferas de chocolate de las que resulta imposible coger solo una. Lo intenta
varias veces. El encargado que se acaba de arrodillar a su lado para seguir
rellenando el tesoro, le pregunta cuál quiere. Daniel señala una, al fondo. El
encargado la coge con su guante de plástico. Cualquiera hubiera valido, pero se
toma la molestia de coger precisamente ésa, como si él supiera que no todos los
doblones son verdaderos. Después vuelve a su trabajo, nosotros pasamos por caja
y salimos de nuevo a la calle.
El
hambre de los mellizos se estira a lo largo de todo Fuencarral, la calle con
maniquíes de largas pestañas, hasta que llegamos a la pastelería. Al entrar en
la tienda le digo que le dedique un poco de tiempo a toda la oferta expuesta. Lucía
no lo duda : me señala su cruasán. Daniel quiere probar un bocadito de nata.
La
dependienta coloca el bocadito de nata en una servilleta de papel. Parece la
esponjosa sonrisa de una pequeña ballena.
Frente
al Horno de San Onofre hay un local chino al que entramos a por unos batidos.
La oferta complementaria que estudiábamos en la carrera. Les regalo el ejemplo.
Veo que los batidos de chocolate vienen en paquetes de tres. No hay ninguno
suelto. La mujer que atiende el local, una treinteañera vestida con una
elegancia práctica, como si la hubiera invitado a cenar un buen amigo, se
acerca sonriendo y sin decir nada abre el paquete y le entrega un batido a
Lucía.
Por
la calle, Lucía coge cada trozo de cruasán con dos dedos, con el cuidado del
que tira del lazo de un regalo.
Junto
a la FNAC hay un local que vende gofres. Habré pasado delante de él cien veces y hoy es la primera vez que me paro. Con un ingrediente, 2,20 €, con dos,
2,50 €. Todo tiene ya su precio. Todavía no cobran por saludar, por entregarte
una cucharilla de plástico, por el papel que cojo para que Daniel se limpie la
boca. Es el primer gofre que prueba. Se lo come tranquilamente (primero la nata
y después el gofre) mientras escuchamos a los vendedores de Doña Manolita
anunciar la lotería, mientras esquivamos unas gotas que caen de una cañería que
está debajo del toldo, mientras un coche de policía pasa, cansado, por la calle, mientras
la gente, que lo llena todo, se para a por unas palomitas o un perrito
caliente.
-Está
bueno, pero no tanto como yo esperaba – me dice Daniel.
Con los dedos un poco pegajosos (sí, intolerable) subimos a la planta de la literatura de la FNAC y veo un libro de Félix Romeo en la mesa de novedades. Es una antología
de sus relatos. Me lo tengo que pensar porque ya llevo tres libros y esta
mañana ha llegado el recibo del IBI, pero abro la solapa y al ver su fotografía
no lo dudo. Si fuera un cocinero, haría lo posible por ir a su restaurante. En
poco tiempo, es la segunda vez que me encuentro con él. La primera fue en una
conversación, hace unas semanas. Si esa conversación la hubiera tenido hace
seis años, algunas cosas podrían haber cambiado : es hasta posible que hubiera
conocido a Félix.
Cuando regresamos a la calle noto que los mellizos están ya cansados. Le digo que me
cojan de la mano y nos sumergimos, literalmente, en la boca de metro de Sol.
En
el vagón, un hombre sentado a mi lado y con aliento a alcohol habla solo. Mueve
un poco las manos. Dos estaciones después entra un acordeonista y el hombre
empieza a cantar en voz baja la canción, entera.
Los
tres leemos. Daniel, su libro : “Miedos de medio minuto”. Lucía, el suyo : “La
niña de las adivinanzas”. Yo : “Félix Romeo fue un gran lector, pero siempre
defendió que la escritura debía partir de la vida y no solo de las lecturas. Le
gustaban las historias en las que había un componente autobiográfico, en las
que el autor había sabido descubrir lo que había de “literario” en lo próximo y
cercano”
Ahora
entra una chica sudamericana y se sienta cerca. Parece concentrada en un problema
de matemáticas. Mira al frente, envuelta en un intenso silencio que resulta
atractivo. Esta es la versión románica. Se baja delante de nosotros. Es bajita,
tiene el pelo largo, lleva tacones. Ahora me fijo en estas cosas.
Al
salir del metro, introduzco el billete en el torno y les digo a los mellizos
que pasen juntos. ¡Caballero!, me dice un vigilante al cruzar después. Caballero
soy yo, traduzco. Tiene que pasar el billete por cada uno de ellos, dice. Le
enseño el billete para que vea que cada uno ha pagado su viaje. No parece muy
convencido. La ley se muestra meticulosa en lo absurdo y absurda ante lo
importante. Parece la revancha del cobarde. Intuyo que hay una línea fina que
conecta esta meticulosidad irrelevante y los grandes fraudes financieros atravesando
zonas de demagogia y otras de verdad. Que él no tenga la culpa me importa una
mierda.
¡Ah!.
Había olvidado que ahora anochece tan pronto.
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