Desfile de tractores
: Admiro a los corredores que le permiten a su cerebro ver por dónde va. El mío
es totalmente sedentario (sospecho que entre sus pliegues oculta algún michelín
del que no se siente demasiado culpable) y urbanita y cada vez que ve las
zapatillas de correr empieza a advertirme de lo pronto que me voy a cansar. En
esos momentos, más que de un cerebro, me parece escuchar la voz de un donut
relleno.
Así que me lo llevo al gimnasio un
poco engañado. Que si charlamos con los monitores, que si la música del
vestuario es buena (es muy buena, luego en la sala las cosas cambian), que si
la gente es simpática, que si te lo vas a pasar muy bien. El lado bueno de
tener un cerebro limitado (las charlas con los ingenieros de la empresa me han
ayudado a definir exactamente sus posibilidades : ya no me engaño) es que los
trucos funcionan. Se distrae y se deja hacer. Cuando me ato las zapatillas le
lanzo una idea jugosa para que no preste mucha atención (estos días funciona
muy bien recordarle alguna frase del “La vida de las mujeres”, de Alice Munro,
que le está encantando. Ésta, por ejemplo : “Tenía un nombre magnífico que a
veces deletreaba como si sirviera un pescado en una fuente, con todas las
sílabas plateadas y las escamas intactas”). Muerde las frases hasta dejarlas en
el hueso, feliz, y yo aprieto el nudo y salgo sin haber hecho ningún gesto
innecesario, como si mis movimientos fueran una pieza que encajara perfectamente
en un motor.
En las máquinas sigue entretenido.
El momento difícil es cuando me subo a la cinta. Ahí deja a un lado lo que
tenga entre los dientes y empieza a decirme que no voy a aguantar más de quince
minutos, que a los dos kilómetros voy a estar agotado, que puedo volver a casa
para desayunar tranquilamente. Los cerebros de los deportistas de verdad botan
en el suelo con ese ruido especial de las pelotas de baloncesto en el parquet. El
mío se quedaría pegado igual que la masa de unas croquetas. ¿Quince
kilómetros?. La cinta tiene una pantalla de televisión, así que busco cualquier
programa casero para que se haga la ilusión de estar en el sofá. Y funciona. Él
se abandona a las imágenes y yo a las piernas.
Por eso admiro a los corredores que
empiezan a verse con el buen tiempo. Incluso a los que van con ropa nueva y
corren como si andaran despacio y su corazón fuera una construcción de cartas
en el patio de una guardería. Envidio su cerebro, el que, lúcido, les anima, a
pesar de todo, a seguir. Y por ahí van, lentos y concentrados, como tractores
que fueran arando el duro campo de su salud.
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