La
marca de la crecida : Lucía y yo caminamos hacia una ferretería a por un
adaptador de corriente. El que teníamos se murió ayer y ahora lo llevo en una
bolsa para, cogido del cable, como si fuera la cola de un ratón, enseñárselo al
dependiente. Lucía está de buen humor y eso aumenta el mío, como si entre ella
y yo hubiera otro tipo de adaptador. Sol en las aceras. Gente charlando frente
a una cerveza. Las cadenas que veo por el suelo, liberando a la sillas de plástico,
son la cintas cortadas que señalan el inicio oficial del fin de semana : nadie
había ahí para aplaudir, solo un camarero buscando y encontrando la llave del
candado, pero eso no le quita valor al momento. Mi buen humor incide en el de
Lucía, que se vuelve ligero y despreocupado, como el vuelo de su falda. Me fijo
en las sombras de las sillas que aún están amontonadas, en el brillo de las
cervezas, en los dibujos geométricos de las aceras. A todo le hago unas fotos.
Espero que esas columnas de sillas encajadas vayan bajando a lo largo de la
tarde. Hace unos años, habríamos ocupado algunas para cenar sin pensarlo. Lo importante
es que al final queden muy pocas, rebajando la marca de la crecida. Ese es el
gráfico que hay que leer. Lucía se queja de que la ferretería está lejos.
Demasiado cerca me parece a mí. Meto la mano en la bolsa y levanto el
adaptador. El bicho sigue muerto.
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