Sin rastros del
destructor imperial : La peluquera cubre a Daniel con una amplia tela negra. Yo
le paso la palabra que me han entregado, esperando que sea suficiente :
arreglo. Ella la escucha como si fuera una llave que entrara en la cerradura
pero que no girara. Con el primer inglés, puesto a prueba en Londres, cabía la
posibilidad de modificar la pronunciación. Aquí no sé qué hacer. Como ve que no
va a conseguir más de mí, la trocea en términos más manejables. La patilla. El
flequillo. La nuca. La raya. En el fondo, soy un cobarde porque dejo que ella
tome las decisiones hasta que Daniel explica claramente cómo quiere que se haga
todo. Así las patillas, así la nuca, así la raya : todo bien largo. No hay que
olvidar que sigue llevando puesto su traje de judo.
Terminado el corte de pelo y la
limpieza meticulosa de todos los pelos, la peluquera retira la tela mostrando
el claro contraste entre el traje de judo y el negro que domina la peluquería.
Negras son las sillas, y el logo, y los uniformes de las peluqueras. Es un
momento de teatro de sombras. Si no se me hubieran adelantado, la fuerza de los
opuestos me habría dado para escribir tres capítulos sobre unos rebeldes en una
galaxia muy, muy lejana. Viendo a Daniel, me doy cuenta de que habría sido
mejor preguntarle a la peluquera si sabía quién era Luke.
Salimos a la calle. Camino del
coche, negro, pasamos por delante de una cafetería, una farmacia y una tienda
de chinos. La imagen de Daniel tiene tanta fuerza que consigue que todo parezca
un decorado. Al acercarnos a un solar que la crisis ha conservado agreste,
Daniel se sube a una pequeña montaña. Se queda un instante ahí de pie,
esperando, como si supiera que el inicio de su historia depende de que un
destructor atrape a una pequeña nave. Pero hoy, afortunadamente, el cielo está
despejado y hay que hacer unos cuantos ejercicios sobre los pronombres. Venga,
judoka, le grito.
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