Mi equinoccio
de primavera : Después de tantas clases encerrado en el único triángulo sin
sombra, con las manos en los bolsillos y golpeando los pies en el suelo con el
ritmo de un piel roja solitario, me he ganado este sol en la cara. Todo este
sol es mío. Cierro los ojos para concentrarme en el calor. Escucho al profesor
explicar los ejercicios y a los cuatro niños plantear sus dudas, quejarse,
celebrar los buenos golpes, reírse entre ellos, pedir tiempo para beber agua,
bromear mientras recogen las bolas, correr de un campo a otro para defender una
portería o lamentarse por una bola que no venía como ellos querían. Cada vez
que abro los ojos están donde me lo espero : todo un año observándoles me ha
dado el poder de seguir su juego con los ojos cerrados, así que ahí sigo. Si
quisiera (no lo voy a hacer), podría atrapar sin verla esa bola que en cada
clase mandan a la zona del aparcamiento, como el que coge una mosca al vuelo.
Sería un buen ejemplo de precisión oriental, pero no quiero distraerme de lo
fundamental : de los sonidos que van llegando, agitándose y mezclándose entre
sí como las sombras de las cometas en una playa. La hora hoy pasa muy deprisa. El
sol es bueno para la piel, pero toda esa despreocupada mezcla de sonidos que he
ido recibiendo me ha venido mucho mejor. Solo al terminar hay algo que no
identifico. Un cuchicheo. El ruido de una cremallera. Al abrir los ojos, veo a
Sara entregando unas bolsas de chuches a los demás. El profesor también tiene
la suya. Mañana es su cumpleaños. Diez años. Es el fin perfecto para mi particular
fiesta de equinoccio.
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