Como llave sin carrito
: A las nueve de la mañana se reúnen los encargados del Carrefour en una
pequeña melé de camisas y corbatas que convierte la superficie en un campo de rugby y a los
clientes en el otro equipo, desorganizado y vulnerable. Es de suponer que la
temporada no va bien y por eso van echando mano de diferentes estrategias para
remontar la cuenta de resultados.
Soy
susceptible a esos cambios porque el cerebro, que parece necesitarlos más que
el azúcar, no obtiene su dosis diaria con facilidad. En el barrio nada tiene
que cambiar para que todo siga igual y si la rutina te protege es a costa de
dejarle un poco de alpiste al cerebro para que picotee, como el canario de una anciana
con poca memoria, y no se muera de inanición intelectual. Dejo vagar la mirada
y no tarda en señalarme las grandes modificaciones de ese día : han puesto un expositor
con revistas, han ampliado la zona de descuentos, ya tienen desplegada la
oferta de cuadernos infantiles para que los enanos se lleven la escuela a
cuestas. Ese tipo de cosas.
No son
grandes cambios, pero los agradezco porque sirven para recordarme que vivimos
encima de una piedra que viaja a treinta kilómetros por segundo por el espacio.
Que el movimiento, en fin, es una ley del universo aunque yo me limite a pasear
con un carro de la mano como si ignorándola desapareciera.
Por eso,
cada vez que veo la melé tengo el impulso de meterme entre ellos, como una
cámara de televisión, para escucharlos y anticipar alguna primicia : un cambio
en el libro del mes, un puesto de degustación de jamón serrano o un nuevo
contrato con un distribuidor de vinos. Aunque solo sea por sentir el poder,
aproximarme físicamente a un lugar en el que se toman decisiones que van a
afectar mi vida.
Esta mañana
no es una excepción. Ahí están. Camino a su lado y dejo que mi mirada pase por
encima de ellos como esas tiras que secan los coches en los túneles de lavado.
Les admiro. Soy el aficionado que ve pasar el autobús de su equipo camino de la
final de la Liga de Campeones. ¿Qué saldrá hoy de ahí?
Esa
ensoñación romántica desaparece cuando me doy cuenta de que han hecho una auténtica
revolución. Todas las secciones del Carrefour están cambiadas, como si un gran
ogro, con la determinación de Mourinho (nos costara olvidarlo), hubiera pegado
un puñetazo encima de la mesa y los platos, después de volar, hubieran caído en
sitios distintos. Mi seguridad se desvanece y me doy cuenta de que ando
despacio, como si buscara mi casa después de un terremoto.
Entonces
cambio de dirección y empiezo a andar deprisa antes mismo de saber el por qué.
Llego a la zona de la peluquería justo en el momento en el que ya sé lo que
quiero. Comprobar que todo sigue ahí. Pero lo que me encuentro es que ha
desaparecido. Han extendido la parte de las cremas (no soy capaz de ser mas
específico), eliminando los espejos, las sillas, esa repisa en la que colocaba
las tijeras y, lo peor, esas conversaciones intrascendentes que tenía pensado
tener con esa peluquera sudamericana que siempre hacía un hueco no oficial en
su agenda oficial para cortarme el pelo con una dedicación que hasta me hacía
sentir culpable, como si realmente tomara medidas para hacerme un busto.
No queda
nada de eso. Los de la melé se han pasado. Han borrado cualquier rastro, para
que no quede una pista que me permita exigir información. Es posible, incluso,
que nieguen que ahí hubo una peluquería, que todo lo he imaginado.
Salgo del
Carrefour desorientado. Ahora sé por qué los cambios no son buenos. La tierra
gira y esas cosas, pero conviene hacer como que no. Está muy bien todo lo del
movimiento hasta que te toca.
Eso soy yo
ahora : la llave que cuelga sin un carrito al que engancharse.
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