Dos
cruasanes intactos : No tenemos mucha experiencia desayunando juntos y nos
cuesta hacerlo al mismo ritmo. María y yo terminamos antes, mucho antes, de que
Lucía le dé un bocado a su cruasán de jamón y queso, lo que hace más evidente
esa indolencia con la que se enfrenta a su zumo, a su chocolate, a su plato.
Quizás quiera retrasar el inicio de ese día que parece esperar a que los platos
estén ya vacíos para arrancar. Esta demora podría marcar un terreno de nadie
entre dos días para el que no existe nombre, ni urgencias, ni reglas, ni
prisas. Esa zona en la que te puedes encontrar a gente buscando la inspiración,
inmóvil con las manos en los bolsillos, o descansando con los pies metidos en
el agua, o volviendo a la página de un libro para releer una frase, o
levantando una palabra hacia el sol para ver en qué colores descompone la luz,
o desmontando un reloj para perder metódicamente todas sus piezas, o bajando al
sótano de los antepasados por la escalera de los apellidos, o apreciando el
valor de esas sombras que no varían. Ahí todo lo que llega de fuera es
rápidamente traducido a un lenguaje extraño. O es posible que se desintegre si
lo que dices no tiene mucha importancia. Así que da igual que le diga cariño,
venga, que todos hemos acabado, que hace un día muy bueno, que se enfría esto,
que se calienta eso, que hay que desayunar. Cuando quiera, regresará de ese
territorio al que no es difícil entrar: basta con fijarse en esas mesas
puestas, en la luz que cae por los manteles, en los platos y las tazas
ordenados para hacerlo.
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