La ventisca de nieve : Este restaurante
vive una lenta decadencia que me duele. Antes, las raciones mostraban cierto
ingenio que te permitía imaginar al cocinero en ellas. Eso está desapareciendo:
la distancia entre lo que ahora sirven y el que lo ha preparado es cada vez más
grande. Basta con ver los platos para saber, como cuando corriges un ejercicio,
que la cabeza estaba en otra parte. Algunos dan ganas de devolverlos a la cocina
exigiendo algo más de ganas y de atención después de marcar con un lápiz rojo
los errores.
Somos los primeros en ir hoy. Nos
dan una mesa en una esquina y nos entregan la carta, que ya no es una pequeña
carpeta de anillas, sino una hoja plastificada. De fondo, una selección de
canciones de los ochenta. Les doy libertad a los mellizos para que elijan lo
que les guste. Yo también me doy esa libertad. “Aviones plateados”, de El
Último de la Fila. La camarera toma nota y se marcha.
Más canciones. Todas las canciones
de los ochenta. La camarera se marcha muy lejos a por la botella de agua y la
Fanta de naranja sin chapa. Daniel le pide la chapa y ella le dice que claro se
que la trae. Se vuelve a marchar más lejos.
Los ochenta han envejecido mal.
Nosotros tres también vamos envejeciendo poco a poco mientras esperamos. Si
alguien que nos hubiera visto al entrar coincidiera con nosotros al salir
podría decir con razón cuánto hemos cambiado. Me digo que venir tan pronto no
es bueno, que los cocineros tienen los dedos fríos.
No sé por qué, me siento como si
fuéramos los últimos del servicio anterior.
Poco a poco se van ocupando más
mesas. Espero que ya vengan cenados de casa para que puedan disfrutar mejor de
la velada. Le digo a la camarera que estamos esperando y ella asiente como
asegurándome que está todo bajo control, que bastaría una herida para curar mi
inquietud. Los mellizos van perdiendo las ganas de hablar y las de comer. No
puedo mirarles mal cuando muerden la cesta vacía del pan para comprobar si es
comestible. Ya no nos queda nada más que picar, solo canciones de los ochenta,
que me llevo a los oídos a puñados como cacahuetes un poco rancios.
Nos sirven seis croquetas. Pienso
que debería dosificarlas, como el agua. Va a ser una cena larga y a mi estómago
ya ha llegado el invierno. Decirles que no guardar alguna para la travesía
puede ser la diferencia entre vivir y morir me parece un mensaje demasiado fuerte,
así que se las comen con una despreocupación infantil que a mí me provoca
dolor. Miro de reojo a las otras mesas para tratar de saber si, llegado el
momento, podría confiar en algunos de ellos.
Después, la nada. La nieve. El
reflejo en los ojos. Los pasos cada vez más lentos. Las piernas cada vez más
pesadas. Les digo a los mellizos que no se duerman, que lo peor que puede
pasarnos es quedarnos dormidos porque es posible que no nos despertemos. Hay
que vencer la tentación, les digo, hay que seguir con los ojos abiertos y caminando.
Y la espera tiene su recompensa
cuando ya estábamos a punto de empezar a comer nieve. Nos traen unos huevos
rotos y unas minihamburguesas hechas sin demasiadas ganas. Definitivamente, en
la cocina hay unos dedos fríos que ya no se van a calentar.
Daniel me recuerda lo de su chapa.
Le digo que las energías son escasas y que hay que reservarlas para
alimentarse. Si insistimos en lo de la chapa es probable que lo que queda por
servir tarde más. Aunque quizás sería mejor volver dentro de una semana para
coincidir con los patos ya en la mesa.
Pienso que hay veces que uno toma
una decisión con buena voluntad y no sale bien. No pasa nada. Pero salir de
cena ahora empieza a ser un lujo y ya me duele el dinero que todavía no he
pagado. Y vaya mierda de música que teníamos en los ochenta.
Entonces, atravesando la ventisca
del desánimo, llega la camarera con una bolsa de chapas. Se disculpa por el
retraso. Se las da a Daniel y vuelve a meterse en la cortina de nieve hasta
desaparecer.
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