Media galleta en el plato : Cuando llego a la cafetería, los mellizos ya han
terminado los deberes y solo queda media galleta en el plato. Me la como antes
de que mi madre tenga tiempo de decirme por qué seguía en el plato. Nada bueno,
por la cara que pone. Cara de “pero hijo”. La galleta está rica, escasa pero rica.
Entonces mi madre me ofrece un café. Le digo que no porque el café de esta
cafetería no es muy bueno. Ella insiste. Le respondo que no de nuevo porque el
café de esta cafetería, hay que decirlo, es malo. No definitivamente malo,
porque te hace recordar al instante muchos otros buenos cafés y eso, por lo
menos, es bueno: estimula la memoria. Mi madre vuelve a insistir y le digo que
sí, que bueno, y ella se levanta, con la cartera en la mano, y se acerca a la
dependienta de hoy, que es diferente a la de la semana pasada y a la de la que
viene. Quizás es que cuando le cogen el punto al café ya no las quieren porque
la especialidad del local es el café nostálgico. Qué sé yo. A estas horas ando
un poco cansado y no quiero pensar mucho. Javier, a mi izquierda, con el kimono
de judo. Lucía, a mi derecha, con su traje de gimnasia rítmica. Veo a mi madre
un poco impaciente, casi decidida a colocarse delante de la máquina de café y
preparármelo ella misma. Por fin la chica se acerca y ella le dice lo que
quiere con una frase larga que provoca que la otra asienta, como si realmente
le transmitiera el misterio de la media galleta y la necesidad de echarme al
estómago algo que lo proteja. Vuelve mi madre con el café. Afortunadamente,
sigue igual de malo y cuando, dentro de unos años, pruebe otro igual, me
acordaré de este momento. Del judo, de la gimnasia, del monedero de mi madre,
de las mochilas en una esquina. Son extraños los caminos por los que se les
coge cariño a los sitios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario